N. 4 – 2005 – Contributi

 

 

LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD DEL PODER POLÍTICO EN CUBA: RETOS Y DESAFÍOS[1]

 

Eurípides Valdés Lobán

Universidad de Pinar del Río

Cuba

 

Sommario: 1. Introducción. – 2. Las dos caras del dios Jano: “potestas” y “auctoritas”. – 3. La revolución cubana en el poder: la búsqueda y consolidación de su legitimidad. – 4. La renovación permanente de la legitimidad: necesidad estratégica para Cuba. – Bibliografía.

 

 

1. – Introducción

 

En el mundo de los fenómenos políticos por excelencia – que son los fenómenos o situaciones del Poder – los términos consensus y oposición, creencias y coacción, autoridad y poder, son términos de difícil – o imposible – separación. Es que aunque el Poder es autoridad – que se relaciona directamente al logro de la legitimidad – también es posibilidad de recurrir al uso de la fuerza como última ratio para imponer sus decisiones cuando y donde tropiece con oposiciones.

Pero independientemente de la verdad evidente de que la autoridad exige siempre obediencia, por lo que se nos presenta comúnmente como una compleja mezcla de poder y violencia difícil de digerir; sin embargo, la esencia del debate iusfilosófico se centra  hoy en la legitimidad del Poder.

La legitimidad es, en consecuencia, uno de los problemas esenciales de la Sociología política[2] y su razón, opino, es obvia: la legitimidad es la base justificadora y explicativa de las diversas modalidades que pueda revestir el Poder político[3].

Es importante comprender y aprehender que la legitimidad afecta directamente al propio origen del Poder y a las diversas formas de su ejercicio, de forma tal que no sería aventurado – aunque sí arriesgado - afirmar que lo segundo - el Poder - es una consecuencia y no la causa de lo primero - la legitimidad.

Entonces, el Poder no debe ser un “simple” y “sencillo” hecho material, que se imponga o pueda imponer a todos contra su propia voluntad y violentando su consenso, ya que - por el contrario - debe vincularse, ante todo, a las ideas, creencias y representaciones colectivas para legitimarse. Ante todo, porque de la legitimidad de un régimen económico – político - social dependerá, con mucho y esencialmente, la propia estabilidad, permanencia y perdurabilidad del mismo.

Ahora bien, también es importante tener en cuenta que: cada forma de Poder Político se basa en una clase de legitimidad[4]. Dicho de otro modo, las diferentes formas de Poder político, las diversas manifestaciones jurídicas del Estado y las distintas estructuras políticas del mismo tienen su propia, característica y singular legitimidad, que a su vez constituye e integra la base justificativa y el fundamento de las disímiles modalidades en que se concreta dicho Poder político.

Este análisis, claro que sí, es también válido y necesario para Cuba, independientemente de que cuando se trata de esta Isla - tan polémica y polemizada - se desaten todas las pasiones - las filias y las fobias -, muestra fehaciente de que, al menos, la obra de la nación cubana, de su pueblo, de sus hombres y mujeres, no pasa inadvertida para muchas personas de disímiles latitudes, credos políticos, creencias religiosas, filosofías, culturas, color de la piel y género.

Sirva el presente trabajo como contribución al estudio de la legalidad y legitimidad del ejercicio del Poder público político en Cuba. Sus pretensiones son modestas pero altruistas: abogar por el derecho del pueblo cubano a legitimar soberanamente, por sí y ante sí, el Poder político que emane de su voluntad, sin injerencia extranjera ni uso de la fuerza contra él, o amenaza del uso de la misma, desde el exterior, por cualquier país o grupo de países.

 

 

2. – Las dos caras del dios Jano: “potestas” y “auctoritas”[5]

 

Como bien apuntara el Profesor Sánchez Agesta: «No hay poder sin obediencia… Mandar y obedecer son los elementos internos en que se resuelve la acción de poder, y están tan íntimamente ligados entre sí, que recíprocamente se engendran… No manda quien quiere, sino quien puede, quien encuentra obediencia…»[6].

Apuntamos nosotros que, dicho de otro modo, al poder le es consustancial  la legitimidad como antídoto a la tiranía y al abuso de su ejercicio. En consecuencia, el Poder no es sólo potestas, o simple capacidad efectiva de hacerse obedecer, sino que además debe ser expresión de auctoritas, es decir, legitimarse como título o derecho que faculta para exigir una obediencia.

Sobre el particular afirmó Juan Ferrando Badía: «La autoridad subraya un título o derecho. Frente al poder, que es una mera realidad de hecho, … la autoridad representa el título o derecho a exigir esa obediencia, es decir, la autoridad apunta directamente al título de legitimidad del poder»[7].

Pero, insistimos, el Poder también tiene siempre un componente de coacción, una cierta dimensión corpórea, es una expresión material que se puede ver y tocar, siendo estas manifestaciones la consumación de la potestas, claramente sustentada en el ejercicio de la fuerza. Consecuentemente con ello, toda auctoritas (autoridad), en tanto y en cuanto implicará siempre una determinada capacidad y posibilidad efectiva y material de hacerse obedecer, entrañará asimismo potestas (poder).

Lo que caracteriza la contemporaneidad, cada vez más, es que la autoridad sea, ante todo, expresión de un poder legitimado, «poder capaz de obtener obediencia sin el recurso inmediato a la fuerza; lo que es decisivo en el concepto es precisamente esta vertiente del logro de la obediencia»[8].

Por lo tanto, concluye Murillo Ferrol, un Poder político es considerado como legítimo «en tanto que obtiene obediencia sin necesidad del recurso a la fuerza, de una manera institucionalizada y normalizada. Lo cual supone que los hombres le obedecen [al poder] por referencia a algún valor comúnmente aceptado, que forma parte del consensus»[9].

Aquí sale a luz una característica principalísima de la autoridad política constituida democráticamente: el  consensus. Entendido como «el acuerdo que existe en una sociedad dada en torno a sus estructuras, jerarquías… autoridad…»[10].

Es por ello que podemos afirmar que el consensus logrado en torno al ejercicio de un Poder político dado es manifestación contrastable de su legitimidad. Entonces, es válido afirmar que la autoridad política es directamente proporcional al consensus logrado, siendo mayor aquélla cuando éste aumenta.

En definitiva, consensus y legitimidad se implican, ya que el consensus “es la proyección subjetiva – el reverso – de la legitimidad”[11]. Tal y como lo expresó Duverger, el consensus «es el acuerdo – más o menos completo – que existe en una determinada sociedad sobre sus estructuras, jerarquía, orientación, etcétera. El acuerdo sobre la autoridad, los gobernantes, sobre el poder es evidentemente uno de los elementos fundamentales del consensus»[12].

Sin lugar a dudas, este consensus político implica un acuerdo concordante, al menos, sobre la organización política de la comunidad y sobre el sistema jurídico y dinámica política interna del Estado, así como de sus métodos de actuación[13].

En consecuencia, es la legitimidad por el consensus que otorga auctoritas la aspiración última y suprema del Poder, ya que cuando quien manda se hace obedecer, no por el burdo uso de la fuerza – o la violencia – sino mediante el logro del consensus de los ciudadanos, nos hallamos – sólo entonces – ante un Poder legítimo, emergente de la auctoritas, y no impuesto por la mera potestas sustentada en la coacción y represión – legal y necesaria, en ocasiones, por ser consustancial al Poder – no deseable en un ejercicio democrático del mismo.

Ahora bien, como nos apuntó Lipset, «el concepto de legitimidad implica una creencia popular en el valor social de las instituciones existentes, así como en la capacidad del régimen para asegurar la conservación de esta creencia»[14].

Al respecto Ferrero planteó que «un gobierno es legítimo si el poder es atribuido y ejercido según principios y reglas aceptadas sin discusión por aquellos que deben obedecer… un principio de legitimidad no está jamás aislado…, armoniza siempre con las costumbres, cultura, religión, intereses económicos de una época»[15].

En definitiva, resumamos afirmando que la legitimación se refiere a la concordancia del Poder con los anhelos, aspiraciones, necesidades e imaginario colectivo de una comunidad humana. Sólo cuando el Poder logra encarnar y representar los principios, estructura deseada y fines perseguidos por la voluntad manifiesta de la comunidad, puede ser además de legal un Poder también legítimo, o sea, convertirse en un Poder aceptado por consenso de los gobernados.

 

 

3. – La revolución cubana en el poder: la búsqueda y consolidación de su legitimidad

 

La revolución cubana triunfante el 1 de enero de 1959 tampoco, ni con mucho, ha escapado del debate sobre la legitimación democrática del poder y la permanente búsqueda de la misma en la práctica institucional, jurídica, sociológica y política.

Además, este debate teórico y ejercicio práctico se produce en un contexto de ruptura con la legitimidad anteriormente existente en el país – quebrantada por el hecho revolucionario violento y traumático – y de exacerbación de las contradicciones – ya históricas – existentes entre Cuba y los Estados Unidos de América[16].

Sobre este trascendental hecho histórico afirmó el Profesor Hugo Azcuy: «Se ha dicho que la diferencia específica del caso cubano respecto a los países socialistas del Este europeo está en que la Revolución Cubana tuvo un carácter genuino, ausente en estos países. En éstos, se dice, el orden político emergió a partir de la ocupación soviética, en relación directa con esa presencia opresora. En el caso cubano se trató de la expresión de un sentimiento nacional largamente contenido, que expresaba el interés y el ideal de la independencia, lo que da a su revolución una legitimidad [el subrayado es nuestro] propia y la presencia de una motivación sustantiva. Ese sentimiento se vincula con el grado y las características que alcanzó la dominación norteamericana en Cuba»[17].

Profundicemos sobre el particular. Ante todo debemos apuntar que, a nuestro entender, nunca antes en la corta historia republicana del país, había sido tan profunda y evidente la pérdida de legitimidad del ordenamiento sociopolítico cubano como en los años finales del Gobierno de Fulgencio Batista[18].

Con su golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, Batista despojó a los partidos políticos de su campo de acción y éstos permanecieron inermes ante el Presidente - Tirano, quien los manipuló a su antojo, como regla general. Desde el quinto año del régimen batistiano (1956), con la anecdótica excepción del expresidente Grau San Martín y su Partido Auténtico, fue ostensible y notoria la falta de presencia de los partidos tradicionales en el escenario nacional, lo que devino definitivo y permanente a partir del 1 de enero de 1959 con el triunfo de la revolución[19].

Es así que la revolución cubana emerge como elemento esencial del consenso y expresión de la capacidad de resistencia del pueblo cubano frente a las adversidades sufridas, lo que pone de manifiesto un elemento significativo de la historia concreta en que se engarza todo proceso revolucionario legítimo, al responder al imaginario colectivo de necesidades identificadas y compartidas por la mayoría de la sociedad.

Entonces la revolución cubana, que constituyó una solución de ruptura violenta del viejo orden institucional, se lanzó a la construcción de su legitimidad distintiva. Recordemos al respecto la concluyente afirmación del Profesor Ferrando Badía: «Cuando se produce una ruptura de legitimidades para que el régimen creado logre la confianza de los ciudadanos necesita crear su propia legitimidad…»[20].

La legitimidad de la revolución triunfante el 1 de enero de 1959 en Cuba se fundamentó en la teoría de la revolución como fuente de Derecho, de larga data y amplio reconocimiento, ya que como apuntara el Profesor Fernández Bulté: «Es que, quiérase que no, la legitimación de la misma sociedad que generó lo más conspicuo del pensamiento jusfilosófico, es decir, la sociedad burguesa moderna, nace de un acontecer fáctico descarnado y violento: las grandes revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX. De ahí que incluso la teoría de la revolución como fuente de Derecho sea admitida casi indiscutiblemente entre todos los autores, pasando por George Meyer; Anschuz; los seguidores de la teoría política francesa, entre otros Gradu y Smein; cruzando por el mismo Kelsen; y concluyendo con hombres como Max Weber, E. Lederer y A. Vierkan»[21].

De este modo Cuba vivió entre 1959 y 1976 un período de provisionalidad institucional “santificado” y “arropado” bajo el manto de la legitimación por efecto de la acción revolucionaria. Esta insólita duración de casi dieciocho años para algo considerado provisional, período donde los conceptos de transitoriedad y emergencia adquirieron, con contradicción evidente, una presencia continua que los convirtió en características permanentes de la sociedad cubana de la época, sin embargo, curiosamente, no es hoy el objeto principal de cuestionamiento de legitimidad que se formula al Gobierno cubano.

Pero a esta provisionalidad fundada - debidamente, en mi opinión - en la revolución como fuente de derecho y legitimidad[22], le dio continuidad histórica legitimadora el referendum del 15 de febrero de 1976. Por el mismo se convocó a las urnas para aprobar o no la primera Constitución socialista en toda la historia del país[23] y los datos sobre los resultados del mismo hablan por sí solos, dada su contundencia[24]:

 

Electores registrados

5 717 266

100%

Votaron

5 602 973

 98%

Votos afirmativos

5 473 543

    97,7%

Votos negativos

     54 086

      1,0%

Votos en blanco

     44 221

      0,8%

Boletas anuladas

     31 148

      0,5%

 

Valorando estos resultados el Profesor Fernández Bulté afirmó enfáticamente: «De tal modo, la nueva Constitución socialista y con ella el sistema económico y social que se refrenda en esta Carta Magna, disponían del mecanismo de legitimación [el subrayado es nuestro] más incuestionable de toda la teoría y práctica constitucional moderna: la consulta popular, directa, mediante referendum de extraordinarias proporciones y con fabulosas garantías»[25].

Con la entrada en vigor de la Constitución socialista, el 24 de febrero de 1976, aprobada por abrumadora mayoría, la revolución cubana saldó su deuda con los muertos que la “alumbraron” y legitimó su poder ante las nuevas generaciones que le daban continuidad, ya que como se ha afirmado muchas veces (porque alguien lo dijo acertadamente alguna vez) las revoluciones legitiman el poder que se instala derivado de ellas, pero no puede inferirse de ahí que con posterioridad, ad infinitum, pueda alegarse la legitimidad del poder ulterior, atribuyéndolo, a perpetuidad, al histórico hecho revolucionario. Sin lugar a dudas (como también alguien apuntó) los muertos no pueden elegir permanentemente por los vivos.

De forma tal que,  con el referendum constitucional de 1976, se legitimó la opción socialista de la revolución cubana[26], su proyecto económico – político – social y su consagración estatal, dándose así un espaldarazo renovador a la virtualidad democrática de la opción socialista cubana.

 

 

4. – La renovación permanente de la legitimidad: necesidad estratégica para Cuba

 

Independientemente de la evidencia contrastable del consenso logrado por la revolución cubana, puesto de manifiesto en el referendum de 1976, se continuó cuestionando, desde el exterior de Cuba y fundamentalmente por los diferentes gobiernos norteamericanos, la legitimidad de la misma. Desconociéndose así por estos círculos «que el referendum – como derecho del cuerpo electoral a aprobar o denegar con su voto un texto legal sometido por los gobernantes – es una de las instituciones fundamentales de la democracia directa»[27].

Posterior al referendum constitucional, opino que un mecanismo permanente de legitimación que se instrumentó y se ha conservado en Cuba es el de las elecciones – que además le es inherente, como instrumentación legitimadora, a cualquier sistema democrático. Al respecto apunté en un artículo que «hablar en el mundo de hoy del sistema electoral es referirnos a la piedra angular y básica sobre la que se estructura todo basamento técnico que define la legitimidad, viabilidad y poder de crédito político de un régimen dado en la modernidad. Pero además, aludir al sistema electoral no es sólo una reflexión teórico-jurídica sino, también, un debate político»[28].

Afirmando después: «Para Cuba toda esta carga política e ideológica que encierra el tema del sistema electoral cobra especial significado en un contexto extrínseco e intrínseco. Hacia el interior porque debe y tiene que demostrar a su pueblo las virtudes de un sistema electoral capaz de garantizar el ejercicio soberano de la independencia nacional, que está en sus manos; hacia el exterior porque debe y tiene que demostrar que el régimen político y social existente se legitima y constituye mediante el sometimiento absoluto a la voluntad soberana del pueblo que lo elige…»[29].

En consecuencia, debemos dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿Legitima el sistema electoral cubano al régimen que elige y se constituye como resultado de su ejercicio? Opino que sí, que en nuestro sistema electoral se dan los requisitos y presupuestos básicos y esenciales que garantizan la legitimidad del régimen que sobrevenga como resultado del ejercicio de su dinámica.

Estos requisitos y presupuestos, que concurren en el caso cubano y que hoy acepta la doctrina moderna constitucionalista como expresión democrática y garantista de los derechos del ciudadano, por sólo citar los más importantes son:

Voto libre, igual y secreto.

Amplio ejercicio del sufragio activo y pasivo.

Democrático sistema de postulación y nominación de candidatos a integrar los órganos electivos.

Reconocimiento del sistema de referendum como vía de consulta al pueblo[30].

Sobre este particular se pronuncia el Profesor Fernández Bulté cuando afirma: «No sería exagerado decir que el grado de democratismo de esas elecciones [las cubanas] constituye el cimiento de la legitimación del Estado cubano y, con ello, un elemento fundamental de su consideración o no como Estado de Derecho»[31].

Afirmando también el proprio Profesor Bulté: «En otras palabras: un sistema electoral y de representatividad política se valida por su capacidad de movilización e intervención de las grandes masas, de las mayorías absolutas, en la gestión estatal. Cuando esto es logrado está sentada la premisa formal, polìtico-institucional de la democracia, y está asentada jurídicamente la continuidad y permanencia de legitimación de un Estado»[32].

Opino que todos estos argumentos legitimadores sustentan y fundamentan el nivel de consenso y autoridad del gobierno emergente de la revolución cubana triunfante el 1 de enero de 1959, durante todo el período que podríamos denominar de institucionalización, posterior al año 1976.

Pero independientemente de ello no debemos olvidar la máxima de Duverger: «… el poder no es un simple hecho material…; está vinculado íntimamente a las ideas, creencias y representaciones colectivas. Lo que los hombres [y mujeres] piensan del poder es uno de los fundamentos esenciales del mismo»[33].

Por todo ello no debemos, los cubanos y las cubanas, olvidar el derecho – deber que tenemos de buscar – exigir la legitimidad del Poder político existente en nuestro país; mucho más teniendo en cuenta que a partir del año 1990[34] la sociedad cubana ha perdido homogeneidad, ha experimentado fragmentación y se han deprimido sus niveles de consensualidad sobre el proyecto socialista cubano. Todo ello debe conducirnos necesariamente a una redefinición y reacomodo de las fuentes de legitimidad del sistema, ya que cada vez resulta más obvio que la disgregación que sufre la sociedad cubana – como efecto de la crisis económica y los cambios sobrevenidos por ella – erosiona valores y genera nuevas necesidades que, evidentemente, no pueden ser resueltos del mismo modo que antes.

La legitimidad del Poder político es una de estas necesidades generadas por la crisis de los años 90 en Cuba, ya que el consensus sobre éste no se logra de una vez y por todas para siempre, sino que necesita de su renovación permanente, máxime en una sociedad socialista - como la cubana - que proclama la plena libertad del ser humano, principio y fin último de dicho proyecto.

Además, hacer descansar la defensa del proyecto socialista cubano, cada vez más, en la deuda social que solventó la revolución cubana con su pueblo y en la contradicción externa con el oponente histórico de la nación cubana – los Estados Unidos de América – podría conducir, como mínimo, a dos errores estratégicos:

Subestimar el peso de las propias transformaciones y contradicciones internas de la sociedad cubana, como fuente esencial e imprescindible del consenso.

Sobrestimar el ángulo subjetivo que representa – como factor de unidad y consenso ante el enemigo externo – el diferendo histórico cubano-norteamericano.

Opino que precisamente estas son las causas que hoy están en la base de la no adecuada percepción de los consensos y disensos en el seno de la sociedad cubana y las – siempre difíciles y complejas – relaciones entre la mayoría y las minorías en nuestra realidad político-social, como factores emergentes – entre otros – que reclaman una solución a nivel de debates y participación, como elementos de legitimación permanente y continuada del Poder político en Cuba[35].

Es que no debemos olvidar nunca esta contundente verdad: «… el consensus político, una vez establecido o ratificado, no excluye la posibilidad de la discrepancia sobre las decisiones políticas concretas. Es más, sólo será viable y no quedará reducido a la letra muerta o utopía si se acierta a articular eficazmente la posible discrepancia respecto a las decisiones políticas concretas, que se plasman jurídicamente en las leyes, decretos y órdenes ministeriales, y, políticamente, en actos de gobierno»[36].

Igual posición defiende Murillo Ferrol cuando concibe al consensus fundamental como «el acuerdo existente sobre los términos del juego político mismo, que no impide la existencia de puntos de vista muy diversos sobre los problemas concretos; antes bien, que es precisamente lo que hace posible que estos puntos de vista puedan coexistir sin destruirse mutuamente»[37].

Afirmo, por mi parte, que es posible el acuerdo (consenso político) sobre las instituciones, la estructura política y jurídica del Estado y sobre las reglas del juego de la vida política, sin que por ello se cuestione – o reprima – la discrepancia sobre las decisiones políticas concretas y específicas que se adopten en el seno de esas mismas instituciones sobre las que se ha logrado el consenso. Por el contrario, opino que estas últimas – las discrepancias –, en última instancia, fortalecen el consenso  porque democratizan el sistema político y propician la participación popular.

En definitiva, creo que las cubanas y cubanos, nuestros órganos de Poder y nuestras/os dirigentes deben reconocer e interiorizar que los hombres – y mujeres – somos falibles por naturaleza y propia constitución, por lo que no debemos aspirar – y mucho menos pretender – a la unanimidad de todas/os sobre algo – y mucho menos de todas/os sobre todo. Conscientes de nuestras sanas limitaciones, sería mejor, viable y deseable que tratáramos, como más, de ponernos de acuerdo en las reglas del juego – algo fundamental – que es lo instrumental del ejercicio del Poder político.

Así lograríamos asumir «que de la misma manera que, de hecho, es muy difícil que se den en la realidad los tipos ideales de Poder político, también lo es que una forma de Poder político determinada logre el consensus total de la masa de los ciudadanos»[38].

Reconozco que para Cuba y las cubanas y cubanos – por razones de cultura, idiosincrasia, impacto de una revolución violenta y traumática y como resultado de vivir en un país bloqueado y asediado por más de cuarenta años[39], entre otras múltiples y diversas causas – nos resulta difícil y complejo asumir primero – y practicar después – estas verdades de perogrullo sobre la legitimación consensuada del Poder político, en lo referido, esencialmente, al disenso y discrepancia instrumental sobre el proyecto económico-político-social del país.

Ahora bien, independientemente de ello, creo que encontraremos entre todas/os el camino que nos conduzca a mantener y sostener un proyecto de independencia nacional, soberanía popular y democracia participativa, con justicia social y dignidad humana. Opino que estos mínimos (¿no serán máximos?) nos bastarán  para construir nuestro proyecto de nación.

La tarea es ciclópea, el camino difícil, el reto inconmensurable, pero como nos anunció Max Weber «seguramente cada experiencia histórica confirma como verdad que el hombre [y mujer] no hubieran alcanzado lo posible, si él [y ella] reiteradamente no se hubiera [n] propuesto alcanzar lo imposible»[40]. El pueblo cubano, considero, con méritos propios y suficientes ha alcanzado lo posible, quizás en este Tercer Milenio tengamos la cita con lo “imposible”.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Azcuy, H.: Cuba y los Derechos Humanos, artículo inédito, La Habana 1995.

Badía, Juan Ferrando: Estudios de Ciencia Política, Cuarta edición, Madrid 1992.

Duverger, M.: Institution  politiques et Droit constitutionnel (11 edición), París 1970.

Duverger, M.: Méthodes de la science politique, París 1959.

Fernández Bultè, J.: ¿Existe en Cuba un Estado de Derecho?, ensayo inédito, La Habana, 1992.

Ferrero, G.: Pouvoir: Les génies invisibles de la cité, París 1962.

Lipset, S.M.: Political Man, Londres 1969.

Murillo Ferrol, F.: Estudios de sociología política, Madrid 1963.

Sánchez Agesta, L.: Principios de Teoría  política (4ta edición), Madrid 1972.

Valdés Lobán, E.: Sistema Electoral y Legitimidad, Revista Cauce, No.1/1995, Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Pinar del Río, Cuba.

Weber, M.: Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México 1969.

 

 



 

[1] Este artículo - en versión reducida - constituye uno de los varios acercamientos del autor al tema general del perfeccionamiento democrático de la sociedad cubana, en su etapa posterior al 1 de enero de 1959.

 

[2] El tema de la legitimidad por el consensus se constituyó para la Ciencia política, la Filosofía política y la Sociología política, desde los siglos XVII y XVIII, en objeto de estudio principal y permanente, integrándose como una de las bases de la teoría científico - política moderna.

 

[3] Al decir del Profesor Juan Ferrando Badía, en su libro Estudios de Ciencia Política, Cuarta edición, Madrid 1992, 472.

 

[4] Sobre este particular son interesantes e importantes los estudios de Marsall (París 1958) y Max Weber (París 1969), entre otros.

 

[5] Nos referimos, hiperbólicamente, a la relación entre el Poder y el Dios Jano de la mitología latina. Este dios de las dos caras cuya esfinge se hallaba impresa en las monedas de la República romana, al igual que aquél – el Poder –, tienen una doble vertiente, como expresión de Potestas y como manifestación de  Auctoritas. Además, la expresión se la tomo “prestada” al Profesor Ferrando Badía.

 

[6] Sánchez Agesta, L.: Principios de Teoría  política (4ta edición), Madrid 1972, 391.

 

[7] Ferrando Badìa, J.: Idem, 470.

 

[8] Murillo Ferrol, F.: Estudios de sociología  política, Madrid 1963, 228.

 

[9] Ídem, 230.

 

[10] Duverger, M.: Méthodes de la science politique, París 1959, 15.

 

[11] Ferrando Badía, J.: Ídem, 472.

 

[12] Duverger, M.: Ídem, 8.

 

[13] Como nos puntualizara el Profesor Ferrando Badía, el consensus  político «supone la existencia de una constitución – escrita o no –, de unos cauces para la vida política por donde discurran las decisiones políticas de los gobernantes sobre la gestión de los primeros, y supone también la aceptación comunitaria de la una y de los otros» (op. cit., 481).

 

[14] Lipset, S.M.: Political Man, Londres 1969, 3.

 

[15] Ferrero, G.: Pouvoir: Les génies invisibles de la cité, París 1962, 122 y 130.

 

[16] Durante más de 200 años, lamentablemente, se ha mantenido un fuerte y profundo diferendo entre Estados Unidos y Cuba, originado por la voluntad de los gobiernos norteamericanos de mantener a Cuba bajo su dominación geopolítica.

 

[17] Azcuy, H.: Cuba y los Derechos Humanos, artículo inédito, La Habana 1995, 1.

 

[18] Debe recordarse que Fulgencio Batista Zaldivar sometió al pueblo de Cuba a una feroz y sangrienta tiranía (1952 a 1958) que rompió y violentó la propia legitimidad burguesa y defraudó a sus propias instituciones representativas.

 

[19] Téngase en cuenta que los partidos tradicionales no intentaron siquiera reconstruirse o renovarse después del 1 de enero de 1959, dado su descrédito, pérdida de legitimidad y desborde que les produjo el triunfo de una revolución por la vía de la lucha armada.

 

[20] Ferrando Badía, J.: Ídem, 479.

 

[21] Fernández Bultè, J.: ¿Existe en Cuba un Estado de Derecho?, ensayo inédito, La Habana 1992.

 

[22] Sustento la legitimidad y duración del período de provisionalidad de la revolución cubana, en fundamentos tales como los expuestos por el Profesor Ferrando Badía: «Los principios de legitimidad no se improvisan. No cambian bruscamente. Un país en evolución transforma sus propios principios de legitimidad. Estos resultan, pues, ser productos de la historia» (Ferrando Badìa, J.: Ídem, 479).

 

[23] En 1959, la Ley Fundamental del país proclamada por la revolución triunfante en el poder, fue una reivindicación de la Constitución burguesa de 1940, que había sido suprimida por Batista.

 

[24] Datos oficiales ofrecidos por la Comisión Electoral de la República de Cuba, a cargo del Referendum Constitucional del 15 de febrero de 1976.

 

[25] Fernández Bultè, J.: Ídem, 16.

 

[26] Debe tenerse en cuenta que el carácter socialista de la revolución cubana fue proclamado oficialmente el 16 de abril de 1961, en vísperas de la agresión mercenaria norteamericana por Bahía de Cochinos (Playa Giròn), en el entierro a las víctimas del bombardeo del 15 de abril que le antecedió. Amerita destacar que – al menos – podemos calificar de interesante los rápidos cambios que se produjeron en la cultura política y en los valores del pueblo cubano, que permitieron transitar del predominio del anticomunismo a la implantación del socialismo en el país, en menos de treinta meses.

 

[27] Ferrando Badía, J.: Ídem, 480.

 

[28] Valdés Lobán, E.: Sistema Electoral y Legitimidad, Revista Cauce, No.1/1995, Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Pinar del Río, Cuba, 32.

 

[29] Ídem, 33.

 

[30] Evidentemente reconozco limitaciones, carencias e imperfecciones en el Sistema Electoral cubano, las que evalúo también en el artículo ya mencionado (Sistema Electoral y Legitimidad), donde igualmente formulo y adelanto ideas para su perfeccionamiento. En consecuencia, para una mayor profundización sobre el particular podría consultarse el mencionado texto.

 

[31] Fernández Bultè, J.: Ídem, 21.

 

[32] Ídem, 18.

 

[33] Duverger, M.: Institution  politiques et Droit constitutionnel (11 edición), París 1970, 15.

 

[34] Ubicamos metodológicamente esta fecha como la del inicio de la crisis de valores y consensos en Cuba porque el derrumbe del Sistema Socialista Mundial (1989-1991) y el recrudecimiento del bloqueo norteamericano a Cuba durante la década de los años 90, unido a las deficiencias estructurales del modelo socialista cubano, ha sumergido al país en la más severa crisis económica de su historia contemporánea, lo que lógicamente repercute en todas las esferas de la vida política y social, incluida - claro está - las fuentes legitimadoras del Poder político.

 

[35] Al respecto sería interesante – e imprescindible a mi modo de ver – acudir a Gramsci y sus medulares y esenciales análisis sobre temas tales como: dictadura y hegemonía, relaciones entre las mayorías y minorías, la necesidad del consenso para la gobernabilidad y el ejercicio democrático del poder, entre otros.

 

[36] Ferrando Badìa, J.: Ídem, 481.

 

[37] Murillo Ferrol, F.: Ídem, 113.

 

[38] Ferrando Badía, J.: Ídem, 483.

 

[39] Recordemos que como alguien bien dijo: a las fortalezas sitiadas no le son afines los modelos democráticos de ejercicio del poder.

 

[40] Weber, M.: Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México 1969, 176.