N. 4 – 2005 – Memorie

 

Aurora Gutiérrez Nogueroles

Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid

 

LOS ESTADOS DE ALARMA, DE EXCEPCIÓN Y DE SITIO EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978

 

 

La posibilidad de que se produzcan acontecimientos extraordinarios que, de alguna forma, entrañen una seria perturbación de la normalidad constitucional obliga a formular las oportunas previsiones normativas con las que enfrentar la sobrevenida situación de crisis. Este conjunto de normas jurídicas, conocido doctrinalmente como “Derecho de excepción”, no debe entenderse como algo extraño al Estado de Derecho, sino como un mecanismo de carácter extraordinario que se necesita para su defensa. Como dice ÁLVAREZ CONDE, en un Estado donde se hallan completamente reguladas las relaciones de normalidad, «hay que suponer que el caso excepcional, el supuesto anormal, debe encontrarse también sometido a la correspondiente normatividad»[1]. En esta misma línea de aceptar, como algo natural[2], la previsión por la Constitución de una defensa extraordinaria de su propia permanencia se sitúa la mayoría de constitucionalistas españoles[3].

 

Sin embargo, la existencia de un “Derecho de excepción” no es algo unánimemente aceptado por la doctrina científica ni plenamente acogido en el constitucionalismo comparado. Así, el profesor belga P. WIGNY[4], con su teoría de la force majeure, niega el establecimiento de normas que puedan suspender la vigencia de preceptos constitucionales, pero admite que ello no puede «empêcher les effects d’une force majeure», la cual serviría de fundamento legal para «la validité des actes juridiques accomplis en dehors des formalités prévues par la Constitution». Para la plena validez jurídica de esa “fuerza mayor” exige el citado profesor belga la concurrencia de tres requisitos: la extrema gravedad de la situación de riesgo para la Constituciónil ne suffit pas d’une grande difficulté»); el respeto, en la medida de lo posible, a la normativa constitucional («choisir les formules qui se rapprochent le plus possible [...] des procédures ordinaires»); y, en tercer y último lugar, la proporcionalidad de las medidas a adoptar en relación con la finalidad perseguida de defensa constitucional («prendre celles qui sont à la fois nécessaires et urgentes»). Un cuarto requisito le añade J.M. LAFUENTE[5]: el de «responsabilidad jurisdiccional frente a los daños y perjuicios que, eventualmente, sufriesen los ciudadanos» por causa de la actuación extra Constitutionis de los órganos estatales. En cuanto a textos constitucionales que no contemplen el establecimiento de normas excepcionales para situaciones de emergencia constitucional, pueden servir como ejemplos las Constituciones belgas de 1831 (art. 130) y de 1994 (art. 187) y la Constitución de Luxemburgo (art. 113), las cuales no es sólo que no contengan ninguna normativa excepcional, sino que llegan, además, a prohibir, de forma expresa, la suspensión de preceptos constitucionales. Cabe citar también aquí a la Constitución italiana de 1947, que tampoco contiene ningún conjunto normativo de naturaleza excepcional, pero sí hace una fugaz mención en su artículo 78 a un “stato di guerra” que, una vez acordado por las Cámaras, permite conferir al Gobierno «dei poteri necessari» para el restablecimiento de la normalidad constitucional. En esta fórmula va implícita, en opinión de G. DE VERGOTTINI[6], la posibilidad de modificar el texto constitucional, suspendiendo temporalmente la vigencia de algunos de sus preceptos. Pero, al margen de ese “estado de guerra”, el constituyente italiano se abstiene de regular cualesquiera otras situaciones de emergencia constitucional. De esta forma, «si è comunque consolidata la tendenza a utilizzare gli instrumenti di intervento ordinari, quali la legge o delibere parlamentari, per affrontare le emergenze in modo da finire per individuare un tendenziale superamento della distinzione fra diritto normale e diritto eccezionale propria del diritto constituzionale dello stato liberale».

 

El peligro que llevan consigo estos silencios constitucionales es – según la opinión de P. REQUEJO – que pueden poner en cuestión la supremacía de la Constitución, ya que «la omisión facilita que se convierta en soberano aquél que, para superar en la práctica la situación de necesidad, puede llegar a disponer sobre la Constitución misma»[7].

 

Frente a la opción tomada por los referidos textos constitucionales, el constituyente español se ha decantado, desde siempre, por establecer su propio Derecho excepcional, considerándolo como el instrumento más adecuado para hacer frente a situaciones de emergencia constitucional. La existencia, en efecto, de normas jurídicas de este carácter data en el Derecho español desde el primer texto constitucional digno de tal nombre, esto es, la Constitución de 1812, que se elabora, durante la Guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas, por las Cortes Generales (el Parlamento español), excepcionalmente reunidas en la ciudad de Cádiz, último reducto territorial de soberanía española. En el Capítulo tercero del Título Quinto de dicha Constitución, de ideología liberal y, por tanto, paradójicamente enraizada en el pensamiento ilustrado francés, se contenían ya una serie de normas garantizadoras de la libertad individual, que imponían el cumplimiento de las formalidades ordinarias que acompañan a la detención y al procesamiento en vía penal de cualquier ciudadano de hoy día: notificación de las causas que originan su detención, obligación de su presentación ante el juez para que le tome declaración, necesidad de motivación del auto de prisión, prohibición de obligar al detenido a declarar contra sí mismo, prohibición de torturas, inviolabilidad del domicilio, etc. Pues bien, junto a este tipo de normas, se situaba también otra, la contenida en el articulo 308, que excepcionaba la aplicación de aquéllas cuando, en circunstancias extraordinarias, la seguridad del Estado así lo exigiese, en todo o en parte del territorio español. Tal suspensión de garantías debía ser aprobada por las Cortes, aunque no se especificaba la exigencia de que se hiciera por medio de una ley, y debía tener, en todo caso, un carácter meramente temporal.

 

El contenido del citado artículo 308 se reiteraba, casi en los mismos términos literales, en el artículo octavo de la segunda Constitución histórica española, la de 18 de junio de 1837, si bien este precepto ya contemplaba expresamente a la ley como vehículo formal de expresión de la decisión del Legislativo sobre la suspensión de garantías. E igual sucedía en el siguiente texto constitucional (de 23 de mayo de 1845), cuyo artículo 8º era una reproducción literal del anterior al que se acaba de aludir. Para reforzar la reserva de ley suspensiva establecida en este último artículo, el Acta Adicional de 1856 disponía la elaboración de una ley de orden público, a la que remitía la regulación en concreto de las limitaciones de los derechos o de las condiciones de ejercicio de sus garantías durante el tiempo que durara la suspensión. En cumplimiento de esta remisión normativa, se aprobaron las Leyes de 14 de marzo de 1848 y de 2 de julio de 1866, así como, fundamentalmente, la Ley de Orden Público de 17 de mayo de 1867, en la que se prevé, por orden de menor a mayor gravedad, tres estados excepcionales: el “normal”, el “de alarma” y el “de guerra”.

 

Por su parte, la Constitución de 1 de julio de 1869 daba un paso más en lo que podría llamarse la “filosofía” del Derecho de excepción y regulaba de una forma mucho más detallada y precisa la situación excepcional de suspensión de derechos. De este modo, no sólo fijaba in concreto las garantías que debían constituir el limitado objeto de la suspensión, sino también hacía la correspondiente reserva de ley de orden público para que rigiera la vida ciudadana en el territorio afectado y durante el tiempo que durase aquella situación excepcional. Incluía, igualmente, una prohibición expresa a los poderes públicos, civiles o militares, de ampliar o modificar las sanciones legalmente previstas. El mandato constitucional se concretó en la Ley de Orden Público de 23 de abril de 1870, que contemplaba dos estados excepcionales: el “estado de prevención y alarma”, de carácter civil; y el “estado de guerra”, de carácter militar. La diferencia entre uno y otro radicaba, una vez más, en la gravedad de la perturbación constitucional. De este modo, cuando la declaración del primero de los dos estados referidos no bastase para restablecer el orden público, se declaraba el “estado de guerra”, con el consiguiente traspaso de poderes de las autoridades civiles a las militares.

 

Frente a todos sus antecedentes históricos, en la sexta de las Constituciones españolas, la de 30 de junio de 1876, no se contiene ninguna remisión a la ley de orden público y, además, contempla la posibilidad de que fuera el Gobierno, bajo su propia responsabilidad, el que pudiera acordar la suspensión de garantías. Se necesitaban, sin embargo, para ello el cumplimiento de tres requisitos: el primero, el sometimiento a las mismas limitaciones que tenía el órgano legislativo para la aprobación de la correspondiente ley excepcional; el segundo, que las Cortes no se hallaran reunidas en ese momento (por tratarse de un período entre sesiones o por estar disueltas y pendientes de renovación); y como tercer y último requisito, que hubiera una grave y notoria urgencia. Además, una vez adoptado el acuerdo de suspensión por el Gobierno, éste debía someterlo a la aprobación del Legislativo “lo más pronto posible”. Por el contrario, ni el presupuesto de hecho para la suspensión (“extraordinarias exigencias de la seguridad del Estado”) ni las medidas a adoptar (suspensión de las garantías del detenido, de la inviolabilidad del domicilio, de las libertades de expresión y de residencia, de los derechos de reunión y de asociación) sufren modificación alguna respecto de la Constitución anterior. De todas formas, la plena entrada en vigor de la Constitución de 1876, sobre todo en lo relativo a los derechos que reconocía, no tuvo lugar hasta la aprobación de la Ley de 10 de enero de 1877, que derogó el estado de excepción hasta entonces vigente y ratificó la vigencia de la Ley de Orden Público de 1870, la cual, a pesar de la ya referida ausencia de mención constitucional, se mantuvo viva hasta el advenimiento de la 2ª República.

 

La última de las Constituciones históricas españolas, la republicana de 9 de diciembre de 1931, también preveía en su artículo 42 un régimen excepcional de suspensión de derechos, que se apartaba, en buena medida, de sus precedentes decimonónicos, al potenciar el papel del Ejecutivo en la adopción de la decisión suspensiva, fundamentalmente cuando el plazo de suspensión no sobrepasara los treinta días, plazo que, no obstante, podía ser prorrogado con la previa aprobación de la Cámara legislativa Así pues, si la suspensión prevista no superaba ese plazo de treinta días, era al Gobierno, y no a las Cortes, al que competía acordar la suspensión de garantías cuando así lo exigiera «la seguridad del Estado, en casos de notoria e inminente gravedad». Con la obligación, por supuesto, de dar cuenta de lo actuado a las Cortes, si estuvieran reunidas, o a la Diputación Permanente, si se encontraran disueltas, para que unas u otra se pronunciaran sobre la decisión gubernamental. Los derechos susceptibles de ser objeto de la suspensión eran los propios del detenido, las libertades de circulación y residencia, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de expresión y los derechos de reunión y asociación.

 

En el mismo artículo 42 se contenía, igualmente, una reserva de ley de orden público, que debería regir la suspensión declarada. En desarrollo de esta previsión constitucional, se promulgó la Ley de Orden Público de 28 de julio de 1933, que regulaba tres estados excepcionales de carácter civil (ordinario, de prevención y de alarma) y uno de carácter militar (el estado de guerra). La declaración de uno u otro estado se hallaba en función de la mayor o menor gravedad de la alteración del orden público, el cual se definía como «el normal funcionamiento de las instituciones del Estado y el libre y pacífico ejercicio de los derechos individuales, políticos y sociales definidos en la Constitución». Cuando dicha alteración era tan leve que podía ser sofocada con el simple auxilio de cualquier otra autoridad, procedía la declaración del “estado ordinario”; si la perturbación del orden público era de mayor gravedad, se recurría al “estado de prevención”, que permitía la atribución al Gobierno de un conjunto de facultades menores que no podían afectar a las garantías constitucionales; en el caso de que este último estado no fuera suficiente para recuperar la normalidad constitucional, procedía la declaración del “estado de alarma”, con la posibilidad de suspender las garantías a que se refiere el citado artículo 42; por último, cuando la gravedad de la perturbación fuese extrema, procedía la declaración del “estado de guerra”, que debía formalizarse mediante una norma específica de la autoridad militar (el bando), asumiendo ésta el mando y las competencias necesarias para ordenar y gestionar la suspensión de garantías, aunque siempre dentro de los límites establecidos por la Constitución.

 

Por otra parte, el artículo 76.d) de la referida Constitución de 1931 también atribuía al Presidente de la República la competencia para «ordenar las medidas urgentes que exija la defensa de la integridad o la seguridad de la Nación, dando inmediata cuenta a las Cortes». No está muy claro cuál es el alcance de este precepto ni su relación con el antecitado artículo 42. En opinión de J.M. LAFUENTE[8], «de su interpretación objetiva, no cabe sino inferir la previsión de la dictadura constitucional del Presidente de la República». A nuestro modo de ver, por el contrario, se trataría de una función presidencial de carácter subsidiario, esto es, que sólo cabría su ejercicio cuando el carácter urgentísimo de las medidas a adoptar no permitiera esperar a la actuación, previsiblemente más lenta, del Gobierno. En cualquier caso, se trataría de un haz de facultades menores en manos del Presidente que, en ningún caso, podrían implicar la suspensión de derechos constitucionales.

 

En el ordenamiento español actual, se sigue un modelo distinto de los establecidos en el constitucionalismo histórico, aunque tampoco puede negarse que exista una lejana inspiración en ellos. El constituyente de 1978 ha venido a establecer – como afirma P. REQUEJO – «un derecho de excepción que tipifica las posibles emergencias, determina quién debe declararlas y prevé, respetando en lo posible la regulación constitucional, ciertas especialidades en lo que a derechos fundamentales y a la organización del poder se refiere. Con ello se pretende salir de la crisis y facilitar la vuelta a la normalidad dentro de los cauces de una Constitución, cuya aplicabilidad nunca queda en suspenso»[9]. En concreto, los mecanismos de defensa extraordinaria de la Constitución han sido previstos en sus artículos 55 y 116. El primero de ellos contempla la posibilidad de suspender determinados derechos, tanto de forma general como individual, mientras que el segundo establece las situaciones excepcionales (los tres estados de alarma, excepción y sitio) en que puede darse la suspensión general de derechos y fija las directrices o líneas maestras que debe seguir la ley orgánica de desarrollo, a la que expresamente remite su regulación en detalle. En cumplimiento de esta remisión normativa, se aprobó por las Cortes Generales la L.O. 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.

 

En resumen, pues, cabe señalar que, frente a la suspensión individual, que va dirigida a limitar temporalmente el ejercicio de algunos de sus derechos a un concreto número de personas en las que concurren determinadas circunstancias, se sitúan las situaciones excepcionales de crisis constitucional, en las que se declara por la autoridad competente una suspensión generalizada de determinados derechos, bien en todo el ámbito territorial del Estado, bien en tan sólo una parte de él. Tales situaciones, en función de la naturaleza de la crisis que hay que afrontar, quedan constitucionalmente encuadradas en los llamados “estados de alarma, excepción y sitio”, cuya declaración formal constituye, por tanto, el presupuesto básico para la validez jurídica de dicha suspensión. Y tal declaración sólo procede «cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes» (art. 1.1 de la L.O. 4/1981).

 

Del examen conjunto de los artículos 55.1 y 116 CE, así como del texto de la citada Ley Orgánica, cabe deducir la existencia de unos rasgos comunes a los tres estados excepcionales, que no contradicen, lógicamente, la peculiar especificidad de cada uno de ellos. Parece, pues, conveniente analizar, en primer lugar, los elementos comunes para pasar después al estudio particularizado de cada una de las situaciones de anormalidad constitucional contempladas en nuestra norma suprema.

 

Las características comunes a los estados de alarma, excepción y sitio que se deducen de la normativa reguladora a que antes se hizo referencia son las seis siguientes:

 

A)    La limitación de las alteraciones constitucionales previstas: No se trata, en efecto, de suspender todo tipo de derechos, sino que sólo se limita o suspende el ejercicio de determinados derechos fundamentales (concretamente, la libertad y seguridad personales; la inviolabilidad del domicilio; el secreto de las comunicaciones; las libertades de residencia y circulación, de expresión y de información, tanto activa como pasiva; el derecho de reunión y de manifestación; el derecho de huelga; y el derecho a adoptar medidas de conflicto colectivo), bien entendido que incluso estos derechos susceptibles de suspensión mantienen su específica garantía institucional, toda vez que «tanto la ley orgánica que fija genéricamente su contenido excepcional, como la declaración del estado de crisis que concreta el derecho suspendido y su nuevo contenido, podrán ser sometidos a un control de constitucionalidad, que comprobará si el sacrificio al que se somete al derecho llega al punto de provocar su desaparición y, de no ser así, si es razonable o proporcionado, según el caso, con la finalidad que se persigue»[10]. Por otra parte, la alteración del esquema habitual de reparto de poderes, en favor del Ejecutivo, se compensa con una serie de medidas tendentes a garantizar el regular funcionamiento democrático[11]: prohibición de que se interrumpa el funcionamiento de las Cámaras y de los demás órganos constitucionales, prohibición de disolución del Congreso, convocatoria automática de las Cámaras no reunidas, asunción de competencias por la Diputación Permanente (en caso de extinción del mandato de las Cámaras).

 

B)    La temporalidad de las medidas a adoptar: Al estar dirigidas a la recuperación de la normalidad constitucional, la duración de estas medidas debe ser la estrictamente indispensable para la consecución de esa finalidad. A tal efecto, incluso se llegan a fijar determinados plazos máximos para los estados de alarma y de excepción.

 

C)    La proporcionalidad en la aplicación de las medidas a adoptar: Según el artículo 1.2 de la L.O. 4/1981, tal aplicación «se realizará en forma proporcionada a las circunstancias». En palabras de GARCÍA MORILLO, «el uso de los poderes excepcionales [...] debe adecuarse a la naturaleza e intensidad de la crisis que ha de enfrentar», proporcionalidad que «se proyecta también territorialmente, de manera que si la situación de crisis afecta exclusivamente a una parte del territorio nacional, sólo ésta debe verse afectada por la aplicación de dichos poderes»[12]. Además, para controlar su debido uso sigue siendo efectiva la vía jurisdiccional: «Los actos y disposiciones de la Administración Pública adoptados durante la vigencia de los estados de alarma, excepción y sitio – dispone el artículo 3.1 de la L.O. 4/1981 – serán impugnables en vía jurisdiccional, de conformidad con lo dispuesto en las leyes».

 

D)    La limitación del contenido de los poderes excepcionales: Éstos no pueden ser ilimitados, sino que deben incluir estrictamente las facultades necesarias para conseguir el retorno a la normalidad constitucional.

 

E)     La subsistencia del régimen de responsabilidad administrativa: Según dispone el artículo 3.2 de la citada L.O. 4/1981, los que, sin culpa alguna por su parte, sufran en su persona o en sus bienes o derechos algún daño o perjuicio por actos o disposiciones de los poderes públicos, dictados durante la vigencia de un estado excepcional, tienen derecho a que se les indemnice debidamente. Prescripción esta que responde a la previsión contenida en el artículo 116.6 CE en relación con la vigencia del principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes aun en tiempos de crisis constitucional.

 

F)     La exigencia de publicidad: La declaración de cualquier estado excepcional ha de ser publicada en el Boletín Oficial del Estado y difundida a través de los medios de comunicación social, públicos o privados, que se determinen. Igualmente, serán objeto de difusión obligatoria las disposiciones dictadas por la Autoridad competente durante la vigencia del estado excepcional.

 

Todos estos caracteres, globalmente considerados, vienen, en suma, a poner de manifiesto que estamos ante casos de suspensión, no de supresión de derechos. Como afirma P. REQUEJO, «los poderes públicos no pueden comportarse ‘como si’ los derechos no existiesen; tan sólo se les habilita a sustituir temporalmente su régimen jurídico habitual por otro que no tiene por qué respetar su contenido esencial»[13], pero sí, lógicamente, su mínimo existencial. En fin, una vez estudiados los rasgos que son comunes a los tres estados excepcionales, debemos entrar ahora en el análisis particular de cada uno de ellos. Comenzaremos por el menos grave de los tres, que es el llamado “estado de alarma”.

 

La declaración de dicho estado procede para afrontar determinadas eventualidades, que se originan por causas naturales o de conflictividad social. Vienen especificadas en el artículo 4 de la L.O. 4/1981, que recoge las cuatro siguientes:

 

a)      Catástrofes, calamidades o desgracias públicas (terremotos, inundaciones, incendios, etc.).

b)     Crisis de carácter sanitario (epidemias, contaminación, etc.).

c)     Paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad.

d)     Desabastecimiento de productos de primera necesidad.

 

Respecto de la prevista en el apartado c), debe precisarse que, por sí misma, no obliga a la declaración, toda vez que exige la concurrencia de dos requisitos: en primer lugar, que no existan garantías sobre el mantenimiento de la prestación de servicios mínimos (en casos de huelga o de conflicto colectivo); y, en segundo lugar, que coincida en el tiempo con alguna de las otras tres circunstancias.

 

Así pues, cuando se produzca alguna de estas cuatro circunstancias de alteración de la normalidad constitucional, el Gobierno, a iniciativa propia o, en su caso, del Presidente de la Comunidad Autónoma afectada, podrá declarar el estado de alarma mediante la aprobación del oportuno decreto, en el que quedarán fijados el ámbito territorial afectado, la duración (que no podrá exceder de 15 días) y los efectos a que dará lugar. De este decreto, así como de los que pudiera dictar durante la vigencia del estado de alarma, deberá dar cuenta al Congreso de los Diputados. No hay, por tanto, intervención previa de esta Cámara legislativa, a la que sólo se necesitará para autorizar la prórroga del período de tiempo inicialmente acordado por el Gobierno. En este caso de prórroga, el Congreso podrá, si lo considera oportuno, modificar el alcance y las condiciones que, en principio, estaban previstas.

 

Los efectos a que da lugar el estado de alarma son, fundamentalmente, dos: en primer lugar, las autoridades y los empleados públicos del ámbito territorial afectado se pondrán bajo la sola dirección de la Autoridad competente (el Gobierno o, por delegación de éste, el Presidente de la Comunidad Autónoma afectada); y, en segundo lugar, la adopción de medidas extraordinarias que, sin llegar estrictamente a lo que es una suspensión de derechos, pueden limitar o condicionar el ejercicio de los mismos: límites de circulación o de permanencia de personas y vehículos; requisas temporales de bienes; prestaciones personales obligatorias; intervención de industrias, fábricas o talleres; ocupación de locales (no de domicilios privados); racionamiento del consumo; y limitaciones al uso de servicios públicos. Además, en situación de desabastecimiento de bienes de primera necesidad, la Autoridad podrá “impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento de los servicios y de los centros de producción afectados” (art. 11.e. de la L.O. 4/1981).

 

Pasando al estudio del “estado de excepción”, lo primero que hay que decir es que se prevé su declaración para hacer frente a alteraciones muy graves del orden público, que impidan la normal convivencia (tales como que se llegue a coartar el libre ejercicio de derechos y libertades o que se obstaculice el normal funcionamiento de las instituciones democráticas o de los servicios públicos esenciales) y que no puedan ser solventadas mediante el ejercicio de las potestades ordinarias.

La declaración exige, en este caso, la autorización previa del Congreso, en orden a cuya obtención el Gobierno deberá remitir a dicha Cámara una solicitud en la que quedarán expuestas las determinaciones propias del estado de excepción: efectos a que dará lugar (con expresa mención de los derechos concretos que vayan a suspenderse); medidas a adoptar; ámbito territorial; duración (que no podrá exceder de treinta días, aunque caben sucesivas prórrogas por iguales plazos de treinta días[14]); y cuantía máxima de las sanciones a imponer. Tras el oportuno debate, el Congreso aprobará o no la solicitud del Gobierno[15] y, en caso afirmativo, lo podrá hacer en sus propios términos o bien con modificaciones. Obtenida la autorización[16], el Gobierno procederá a declarar el estado de excepción, de conformidad con lo que le haya sido autorizado, mediante decreto aprobado en Consejo de Ministros. También por decreto, del que dará cuenta al Congreso, podrá anticipar la fecha de finalización del estado de excepción.

En lo relativo a los efectos, la declaración del estado de excepción permite la adopción de las siguientes medidas:

a)      Suspensión de todos o algunos de los derechos y garantías contemplados en el artículo 55.1 CE (cuya relación detallada se hizo en el epígrafe 2.1.1.), con la sola excepción de las garantías jurídicas del detenido a que se refiere el artículo 17.3 CE.

b)     Establecimiento de un régimen especial para los extranjeros que se hallen en territorio español (obligación de comparecencias periódicas, permisos de residencia y de trabajo,...)

c)     Establecimiento de un régimen especial para ciertas actividades (vigilancia de edificios, instalaciones u obras públicas; intervención de industrias o comercios; cierre de locales de ocio,...) o para determinados bienes (armas, municiones, explosivos,...).

 

Por último, hay que hacer referencia a la situación de crisis considerada de mayor gravedad, esto es, el estado de sitio”. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 32.1 de la citada L.O. 4/1981, procede su declaración «cuando se produzca o amenace producirse una insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios». Se trata, por tanto, de reaccionar contra una agresión violenta, real o en potencia, interna o externa, que constituya «un atentado directo a la identidad misma del Estado y de su ordenamiento»[17].

No debe identificarse este estado con una situación de guerra[18], ya que ésta constituye un motivo para declararlo, pero ciertamente no puede ser su única causa. Como dice GARCÍA MORILLO, «la guerra es un concepto sociopolítico y de Derecho Internacional Público que, desde el punto de vista interno, se traduce en la declaración del estado de sitio, [...] pero ello no significa que éste sólo pueda decretarse ante una situación bélica»[19].

Al contrario de lo previsto para los otros dos estados, la declaración del estado de sitio no corresponde al Gobierno, sino al Congreso de los Diputados, que podrá aprobarlo por mayoría absoluta, previa propuesta de aquél. En dicha declaración se determinará el ámbito territorial al que afecta, la duración (que no está sometida a plazo máximo alguno) y las condiciones. Si antes de la expiración del plazo previsto en la declaración desaparecieran las causas originadoras de la crisis, el Congreso puede anticipar el levantamiento del estado de sitio.

En cuanto a los efectos derivados de la declaración, pueden sintetizarse en los dos siguientes:

 

a)      La asunción por el Gobierno de todas las facultades extraordinarias previstas en aquélla, cuya difusión y ejecución pondrá en manos de la Autoridad militar que designe, lo que «se traduce, entre otras cosas, en la utilización del bando como técnica normativa y en el sometimiento de determinadas conductas delictivas a lo dispuesto por el Código de Justicia Militar»[20]. Bien entendido, sin embargo, que esa ampliación de la jurisdicción castrense no puede decidirse por la misma Autoridad militar, sino que debe ser acordada por el Congreso, lo que excluye la posibilidad de que el nuevo ámbito de dicha jurisdicción y la tipificación de los delitos y las sanciones correspondientes sean determinados por los bandos que pudiera dictar la referida Autoridad[21]. Así pues, la declaración del estado de sitio no pone en cuestión la supremacía del poder civil, aunque sí implique que éste «se sirva de las Fuerzas Armadas para hacer frente a una situación de emergencia en el interior del Estado»[22]. En este sentido, puede concluirse, siguiendo a CRUZ VILLALÓN, que es el estado de sitio el exclusivo cauce institucional mediante el cual «deviene operativa la misión de las Fuerzas Armadas de garantizar el ordenamiento constitucional en el interior del Estado (art. 8.1 CE)»[23].

 

b)     La posibilidad de adoptar las mismas medidas previstas para los otros dos estados, a las que se añade «la suspensión temporal de las garantías jurídicas del detenido que se reconocen en el apartado 3 del artículo 17 de la Constitución» (art. 32.3 de la L.O. 4/1981), es decir, el derecho a ser informado de sus derechos y de las razones de su detención, el derecho a no declarar y el derecho a la asistencia letrada. Respecto de este último, cabe la duda de si la suspensión se refiere exclusivamente a la asistencia en las diligencias policiales o se amplía también a las judiciales. En opinión de TORRES DEL MORAL[24], que compartimos, hay que inclinarse por la primera hipótesis, toda vez que la falta de asistencia letrada en las diligencias judiciales implica, al mismo tiempo, una suspensión de las garantías previstas en el artículo 24.2 CE, que no está incluido en la relación de derechos susceptibles de suspensión contenida en el artículo 55.1 CE. Debe hacerse, pues, una interpretación restrictiva de este artículo para favorecer la menor amplitud de la medida suspensiva de la garantía.

 

Una vez examinados los tres estados excepcionales previstos en el texto constitucional, procede ahora hacer una breve referencia a la segunda de las dos facetas en que cabe desglosar el actual “Derecho de excepción” español, que no es otra que la suspensión individualizada de determinadas garantías constitucionales.

 

En efecto, la Constitución española, a través de su artículo 55.2, ha introducido como novedad en nuestro ordenamiento la posibilidad de una suspensión de las garantías reconocidas en el apartado 2 del artículo 17 CE (limitación temporal de la detención preventiva) y en los apartados 2 y 3 del artículo 18 (inviolabilidad del domicilio y secreto de las comunicaciones), pero esta suspensión no es general, sino que se halla referida exclusivamente a determinadas personas por motivo de su relación con bandas armadas o con el terrorismo. La justificación para tal suspensión individualizada en un Estado de Derecho, como el español, no puede ser otra que «la defensa de los propios derechos fundamentales cuando determinadas acciones, por una parte, limitan o impiden de hecho su ejercicio, en cuanto derechos subjetivos para la mayoría de los ciudadanos, y, por otra, ponen en peligro el ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, es decir, el Estado democrático»[25]. Para la regulación de la forma y de los casos en que procede la mencionada suspensión el texto constitucional se remite a una ley orgánica, si bien establece diversos elementos de garantía, como la intervención judicial y el «adecuado control parlamentario». Advierte, además, el propio artículo 55.2 CE que la utilización abusiva de las facultades reconocidas en esa ley orgánica dará lugar a responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades. La jurisprudencia constitucional ha venido a matizar el papel de dichos elementos de garantía, aclarando que, si bien la intervención judicial es condición inexcusable que debe figurar en la ley orgánica, la forma cómo se desarrolle el control parlamentario puede quedar regulada en los reglamentos de las Cámaras o en otra ley específica[26].

 

En desarrollo del citado precepto constitucional, se dictó la L.O. 11/1980, de 1 de diciembre, posteriormente modificada por la L.O. 9/1984, de 26 de diciembre (más conocida como Ley Antiterrorista), que fue parcialmente declarada inconstitucional por la S.T.C. núm. 199/1987, de 16 de diciembre. Todo ello motivó la posterior derogación de esta Ley y la inclusión de la legislación de desarrollo del artículo 55.2 CE, de naturaleza excepcional, en la legislación de régimen común, a través de leyes orgánicas de reforma del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (L.O. 3/1988, de 25 de mayo, y L.O. 4/1988, de 25 de mayo).

 

Mediante la primera de dichas leyes orgánicas se tipifican los delitos de terrorismo, que no son sino determinados delitos comunes cualificados por el hecho de que sus autores pertenecen, actúan al servicio o colaboran con bandas armadas, organizaciones o grupos cuya finalidad sea la de subvertir el orden constitucional o alterar gravemente la paz pública. Por su parte, en la Ley de Enjuiciamiento Criminal se introducen diversos preceptos que modifican el régimen común de la detención preventiva, de la inviolabilidad del domicilio y del secreto de las comunicaciones durante la investigación de delitos de terrorismo. Así, la detención preventiva puede prorrogarse 48 horas sobre el plazo normal de 72 horas (art. 520 bis 1 LECr.). Igualmente, la policía puede entrar, sin previa autorización judicial, en el domicilio donde el presunto terrorista se oculte o se refugie, así como efectuar el registro y la ocupación de efectos correspondientes. Tiene, sin embargo, la obligación de dar cuenta inmediata al juez competente del registro efectuado, «con indicación de las causas que lo motivaron y de los resultados obtenidos en el mismo, con especial referencia a las detenciones que, en su caso, se hubieran practicado» (art. 553 LECr.). Por último, las comunicaciones pueden ser interceptadas por la autoridad gubernativa sin la previa autorización judicial, aunque también con la obligación de comunicar inmediatamente al juez dicha intervención (art. 579 LECr.).

 

Como puede observarse, estos supuestos tasados que contempla la Ley de Enjuiciamiento Criminal no implican una suspensión total de garantías, sino solamente un ejercicio restringido de los mencionados derechos. Queda, no obstante, como problema pendiente la falta de regulación sobre el control parlamentario que exige el artículo 55.2 de la Constitución española.

 

Tras el análisis efectuado de los supuestos en que, de acuerdo con el texto constitucional de 1978, procede excepcionalmente la suspensión de derechos, parece conveniente que, antes de cerrar estas páginas, planteemos lo que es, a nuestro modo de ver, una muy interesante cuestión de fondo en torno al “derecho de excepción”: ¿es éste realmente operativo? ¿resulta, en la práctica, verdaderamente efectivo? La formulación de esta pregunta tiene su base en que, en una situación de crisis constitucional, hay bastantes posibilidades de que no puedan funcionar adecuadamente los mecanismos jurídicos de protección previstos en la normativa de emergencia. Puede citarse un ejemplo que, para cualquier español, resulta muy cercano: el intento de golpe de Estado que, contra la democracia española, se llevó a efecto un día, ya afortunadamente lejano, del mes de febrero de 1981. Uno de los objetivos de los golpistas fue, precisamente, maniatar la actuación del Legislativo, lo que ciertamente lograron mediante el asalto al Congreso de los Diputados por efectivos armados de la Guardia Civil. En tales circunstancias resulta ilógico pensar que la defensa de la Constitución se vincule a una actuación del Legislativo, según está previsto en la normativa española de excepción. En nuestra opinión, son los mecanismos que espontáneamente vayan surgiendo sobre la marcha para defender el orden constitucional los que, en determinadas ocasiones, mejor pueden cumplir esta función protectora. Así ocurrió, siguiendo con el ejemplo antes referido, en el caso español, donde una actuación del Rey Juan Carlos I, no prevista ni constitucional ni legalmente, constituyó el mejor antídoto contra el intento golpista. Para fundamentar esta actuación extra-constitucional del monarca hay que acudir, sin duda, a la ya citada teoría de la “fuerza mayor”, propuesta por P. VIGNY[27], y que viene a defender, en síntesis, que la validez del acto extra-constitucional dependerá de que éste haya sido realizado en una situación de “fuerza mayor” (a la que se equipara el “estado de necesidad”) que obstaculice o imposibilite la observancia de la Constitución. Como afirma J.M. LAFUENTE[28], «la creciente complejidad de los presupuestos de crisis del Estado no puede ser recluida en un texto jurídico y ésta es la razón por la que, producida la crisis, es más que previsible que los órganos del Estado actúen al margen de la norma y, sin embargo, será preciso justificar su actuación. Es en esta justificación de actuaciones parajurídicas en defensa del Estado democrático donde la teoría de la fuerza mayor –por supuesto, sujeta a los requisitos de gravedad, respeto constitucional, proporcionalidad y justiciabilidad- cobra toda su eficacia».

 

            Creemos, en definitiva, que son perfectamente compatibles la previsión constitucional de un derecho de excepción y la teoría de la fuerza mayor, como forma subsidiaria de defensa constitucional en los casos en que aquel derecho no pueda ser aplicado, casos que –como cabe deducir del ejemplo español antes referido- no son, en absoluto, impensables. Y debemos, además, significar – antes de dar cierre a estas páginas – que no parece tampoco muy aventurado suponer – y así lo hace J.M. LAFUENTE – que, «producida una crisis de Estado, esta legislación resultaría en muchos aspectos desplazada, en primera instancia, por la Ley de Protección Civil y los decretos-ley del Gobierno y, en segunda instancia, por unas actuaciones del poder político sólo justificables por invocación del principio de fuerza mayor»[29].

 

 

 



 

[1] ÁLVAREZ CONDE, Curso..., op. cit., 496.

 

[2] Según L. ROSSI, las normas del “Derecho de excepción” ni siquiera tienen carácter excepcional, toda vez que son las normas constitucionalmente previstas para ser aplicadas en el caso de que se den las circunstancias extraordinarias que pongan en peligro la subsistencia de la Constitución. Se trataría, pues, de una aplicación preferente, basada en el principio de “lex specialis”, de esta normativa extraordinaria frente a la normativa ordinaria que rige en circunstancias normales. Vid. L. ROSSI, Lo stato d’assedio nel diritto pubblico italiano, en Archivio di diritto publico, fasc. 2. En contra de esta opinión, J.M. LAFUENTE, para quien «el carácter excepcional del Derecho de excepción viene dado por su temporalidad y ésta es una característica irrefutable del Derecho de excepción en cuanto que forma parte de su misma definición». Cfr. J.M. LAFUENTE BALLE, Los estados de alarma, excepción y sitio, en Revista de Derecho Político – UNED núms. 30 y 31, 1989, 27.

 

[3] Vid., por todos, P. CRUZ VILLALÓN, Estados excepcionales y suspensión de garantías, Madrid 1984, 13-23; y F. FERNÁNDEZ SEGADO, El estado de excepción en el Derecho Constitucional español, Madrid 1977, 14-24. Vid. también de este último autor, La Ley Orgánica de los estados de alarma, excepción y sitio, en Revista de Derecho Político – UNED núm. 11, 83 ss. Ambos autores siguen la línea marcada, en este sentido, por M. HAURIOU en su Précis de Droit constitucionnel (Paris 1923, 110-111) y por C. SCHMITT en su Teoría de la Constitución (trad. esp., Madrid 1982, 124-126).

 

[4] P. WIGNY, Droit Constitutionnel, t. I, Bruxelles 1952, 198-200.

 

[5] LAFUENTE BALLE, Los estados..., cit., 28.

 

[6] Vid. G. DE VERGOTTINI, Libertà e sicurezza nelle democrazie contemporanee, 1. Este texto puede consultarse en http://www.societalibera.org/archivio/documdi_20031014_devergottini.shtml.

 

[7] P. REQUEJO RODRÍGUEZ, ¿Suspensión o supresión de los derechos fundamentales?, en Revista de Derecho Político – UNED núm. 51, 2001, 108.

 

[8] LAFUENTE BALLE, Los estados..., cit., 40.

 

[9] REQUEJO RODRÍGUEZ, ¿Suspensión..., cit., 114.

 

[10] REQUEJO RODRÍGUEZ, ¿Suspensión..., cit., 113.

 

[11] Vid., en este sentido, J. GARCÍA MORILLO, Las garantías de los derechos fundamentales, en VV.AA., Derecho Constitucional, vol. I, Valencia 1997, 434.

 

[12] GARCÍA MORILLO, Las garantías..., cit., 435.

 

[13] REQUEJO RODRÍGUEZ, ¿Suspensión..., cit., 113.

 

[14] En este sentido CRUZ VILLALÓN, para quien la fórmula constitucional «no debe entenderse en el sentido de que sólo autorice una única prórroga, sino más bien en el de que las sucesivas prórrogas, eventualmente necesarias, habrán de serlo siempre por el mismo plazo». Cfr. P. CRUZ VILLALÓN, “Estado de excepción” (voz), en Enciclopedia Jurídica Básica, vol. II, Madrid 1995, 2909.

 

[15] Aunque ni la Constitución ni la Ley Orgánica lo digan expresamente, hay que dar por supuesta la posibilidad de que la solicitud sea rechazada por el Congreso. Vid., en este sentido, TORRES DEL MORAL, Principios de Derecho Constitucional español, [Servicio de Publicaciones de la Facultad de Derecho, Universidad Complutense], Madrid 1998, 486.

 

[16] Cualquier otra determinación que no haya sido incluida en la solicitud y que el Gobierno pretenda añadir con posterioridad, deberá obtener también la autorización del Congreso, a través del mismo procedimiento (art. 15.1 de la L.O. 4/1981).

 

[17] GARCÍA MORILLO, Las garantías..., cit., 440.

 

[18] El artículo 15 CE se refiere, de forma poco precisa, a los “tiempos de guerra” (para excepcionar la abolición de la pena de muerte), expresión que constitucionalmente debe entenderse como el período comprendido entre la declaración de guerra y la firma de la paz que aparecen como funciones del Rey, con la previa autorización de las Cortes (art. 63.3 CE), pero ningún precepto constitucional otorga a ese período la consideración de estado de emergencia. Vid. TORRES DEL MORAL, Principios..., cit., 487.

 

[19] GARCÍA MORILLO, Las garantías..., cit., 440.

 

[20] GARCÍA MORILLO, Las garantías..., cit., 441.

 

[21] En este sentido, CRUZ VILLALÓN, “Estado de sitio” (voz), en Enciclopedia..., cit., 2917.

 

[22] En este sentido, CRUZ VILLALÓN, ibidem.

 

[23] Ibidem.

 

[24] Vid. TORRES DEL MORAL, Principios..., cit., 486.

 

[25] Vid. S.T.C. núm. 25/1981, de 2 de junio.

 

[26] Vid. S.T.C. núm. 71/1994, de 3 de marzo.

 

[27] WIGNY, Droit..., cit., 200.

 

[28] LAFUENTE BALLE, Los estados..., cit., 67.

 

[29] Ibidem.