[ISSN 1825-0300]

 

N. 9 – 2010 – Memorie/Tradizione-repubblicana-romana-III

 

 

Carlos R. Constenla

Presidente dell’Instituto Latinoamericano

del Ombudsman-Defensor del Pueblo

 

Los defensores del pueblo del siglo XXI en el punto de vista jurídico romano

 

 

Índice-Sumario: I. El Ombudsman. Sus orígenes y su transformación en Defensor del Pueblo. – 1. El Ombudsman escandinavo. – 2. El Defensor del Pueblo ibérico. – II. Lo que va desde el Tribuno de la Plebe al Defensor del Pueblo. – 3. Origen del Tribunado. – 4. Caracteres. – 5. El Tribunado en ideas de Maquiavelo. – 6. Juan de Mariana. – 7. Eforado y Tribunado en el pensamiento de la Reforma religiosa. A) Melanchton. B) Zuinglio. C) Calvino. D) Altusio. E) Hotman. – 8. Spinoza. – 9. Rousseau. – 10. Influencia de Rousseau. – 11. Fichte. – 12. El Tribunado en Italia en los primeros años del siglo XIX. – 13. La República Romana de 1849. – 14. Una mirada desde España. – 15. La cambiante posición de Mommsen. – 16. La institución del tribunado y el modelo constitucional liberal. – 17. La crisis del sistema representativo. – III. ¿Qué desafíos tiene por delante el Defensor del Pueblo? – 18. La construcción de una nueva democracia y el papel del Defensor del pueblo. – 19. Independencia del poder político. – 20. Prescindencia de la política partidaria. – 21. Lucha por la justicia. – 22. Iniciativa para reformar el derecho. – 23. Promoción de la participación popular. – IV. Conclusión.

 

 

I. El Ombudsman. Sus orígenes y su transformación en Defensor del Pueblo

 

1. El Ombudsman escandinavo

 

Este año se conmemora el bicentenario de la creación en Suecia de la institución del ombudsman. Se trata de un hecho significativo y singular. Significativo porque a doscientos años de su creación, existen hoy en todos los continentes, centenares de magistraturas análogas; singular, porque demoró más de un siglo y medio para comenzar a desarrollarse globalmente.

¿Cuál ha sido la razón de este crecimiento y de esta singularidad? La respuesta no es ni puede ser única. El instituto sueco creado en 1809, fue efecto del constitucionalismo triunfante después de la revolución francesa; se trataba del potenciar el poder del parlamento frente a la corona como un organismo de control parlamentario. Órganos de control habían existido y existían entonces; la novedad era que ese control se hacía desde una instancia independiente. En una palabra, los controles se hacían antes a favor del príncipe e, indirectamente a favor del pueblo, ahora el beneficiario del control era el pueblo, a través de sus representantes.

Sin embargo la figura del ombudsman no fue asimilada por la doctrina política liberal; no encuadraba en la idea dogmática de la división de poderes ya que una de las peculiaridades del ombudsman era no ser solamente independiente del poder ejecutivo, sino también del poder legislativo que lo designaba. Habría que esperar hasta 1918 para que en Finlandia se creara una institución semejante y hasta la post guerra, en 1954, para que otro país escandinavo, Dinamarca, lo adoptara en condiciones históricas muy diferentes a las existentes en 1809.

 

2. El Defensor del Pueblo ibérico

 

Los países que siguieron de a poco adoptando esta institución, lo hicieron bajo la idea de mejorar los controles que los mecanismos tradicionales del constitucionalismo liberal, habían sido incapaces de satisfacer. En Estados con una fuerte intervención en el proceso económico, con importantes responsabilidades sociales a su cargo, y con regímenes políticos institucionalmente democráticos, el ombudsman aparecía como una magistratura eficaz como para proteger a las personas más vulnerables de la sociedad, frente a las injusticias, la arbitrariedad, la burocracia y la mala administración. Pero cuando el omnbudsman se instala en la península ibérica (con el nombre de Provedor de Justiça en Portugal en 1976 y Defensor del Pueblo en España en 1978), vive un cambio trascendente. Después de haber sufrido esos países largas y aletargantes dictaduras, quedó al relieve la necesidad de instituir una magistratura que asumiera el papel de defender la efectiva vigencia de los derechos, de ser el instrumento de las garantías que la constitución confiere a los ciudadanos, de proteger a las personas que no tiene otra forma de hacerlo, se le dio a esa magistratura la atribución de controlar a la administración, pero también y sobre todo la de defender los derechos humanos. Para eso se la dotó de nuevas herramientas: legitimación procesal para interponer la acción de amparo frente a las arbitrariedades de la administración, a la vez que la de interponer el recurso de inconstitucionalidad ante leyes o reglamentos que a su juicio vulneraran los derechos fundamentales de las personas. En una palabra se le dio a este funcionario una potestad impeditiva, algo así como un poder de signo contrario, que nos hace sostener que la verdadera naturaleza del Defensor del Pueblo no es la de un comisionado parlamentario, sino tribunicia. Puede observarse de qué manera se disfuma la idea fideicomisaria o de mandato legislativo del ombudsman, y se devela la esquizofrénica contradicción que apuntó Antonio Colomer entre lo que puede hacer el Defensor del Pueblo y su relación con el parlamento que lo designa, pero al que no está sometido ni subordinado[1].

El Defensor del Pueblo es hoy una reelaborada manifestación del Poder Negativo que había sido propia del Tribuno de la Plebe en la antigua Roma.

 

 

II. Lo que va desde el Tribuno de la Plebe al Defensor del Pueblo

 

3. Origen del Tribunado

 

Los primeros rasgos identificatorios del Defensor del Pueblo se encuentran en el Tribuno de la Plebe, según el revolucionario Graco Babeuf (1760-1797) la más bella de las magistraturas republicanas – que tantas veces salvó su libertad –, creada por aquellos romanos que desearon y lucharon con más fuerza que nadie por la felicidad común[2].

Hacia principios del siglo V. a. C., cuando la sufrida plebe romana no halló otra forma de escapar a la usura y a la arbitrariedad por parte de los patricios, abandonó Roma y se instaló en el Monte Sacro[3], al otro lado del Anio (aguas arriba del Tíber), el Senado, amedrentado, acordó mediante solemne juramento[4], una serie de reformas jurídicas, sobre todo relacionadas con el trato de los deudores cuya situación era de un inhumano rigor. Pero a su vez debió conceder a la plebe la más importante de sus garantías instituyendo dos magistrados plebeyos llamados Tribunos[5]. «Concedednos elegir cada año de entre nosotros, un cierto número de magistrados sin otro poder que el de ayudar a los plebeyos que hayan sido objeto de injusticia o violencia y el de no permitir que nadie sea privado de sus derechos»[6]. Su misión era entonces la de defender al pueblo contra todo abuso del poder, munidos del formidable derecho de veto que podían ejercer contra los cónsules y hasta contra el Senado[7]. Según Teodoro Mommsen (1817-1903), esta institución fue creada para proteger, «. . . aún revolucionariamente a los débiles y pequeños contra la soberbia y los excesos del poder de los altos funcionarios . . . no tenían en su origen parte alguna en la administración, no eran magistrados ni miembros del Senado»[8] «. . . tenían . . . derecho a anular, mediante su oposición personal interpuesta dentro del término de la ley toda decisión de un magistrado si la creían perjudicial para cualquier ciudadano . . .»[9]. «La potestad tribunicia tenía pues derecho a derogar a su antojo la marcha de la administración y la ejecución de los juicios: podía permitir al que estaba obligado al servicio militar sustraerse impunemente al llamamiento; impedía o hacía que cesase el arresto del deudor . . . su acción en fin, se extendía a todo»[10]. En sus comienzos, la autoridad del Tribuno no tenía sino valor moral, pero efectivo, al punto de que no se veía bien que otras magistraturas no accediesen a los pedidos del tribuno. El gobierno estaba en manos de los más ilustrados y pudientes, pero detrás de ellos estaba el «terrible poder inspector» de la masa popular representada por el tribuno y de acuerdo a Rosenberg «. . . nadie entre los ricos y distinguidos, atrevíase a gobernar en contra de los intereses del pueblo pobre . . .»[11]. «El tribuno sacrosanto de Roma – dice el filósofo Schlegel (1772-1829) – . . . lo era en el nombre del pueblo, no en el suyo propio y representaba la idea sagrada de la libertad sólo mediatamente; no era un subrogado sino sólo un represente de la sagrada voluntad general»[12]. De su parte Arangio-Ruiz (1884-1964) dice que: «Como magistrados revolucionarios no gozaron jamás de una competencia positiva y dedujeron cuantos poderes fueron reuniendo, con el tiempo, de su originaria función de auxilium a la plebe y a los individuos que la integraban, contra los actos de gobierno, en general vejatorios e irritantes, de las magistraturas patricias»[13].

Polibio (203-120 a.C.) luego de hacer un meduloso examen de las diferentes formas de gobierno que existían en la antigüedad en el Libro VI su clásica Historia Universal bajo la República Romana, asigna al pueblo de Roma la mayor cuota del poder político, al punto de afirmar que el régimen de gobierno era popular[14]. Las grandes e importantes atribuciones que según Polibio la constitución romana le confería al pueblo, eran ejercidas en su representación por el Tribuno a quién correspondía «. . . ejecutar siempre la voluntad del pueblo y atender principalmente a su gusto»[15]. El clásico romanista alemán Johan Gottlieb Heineccius (Heinecio) (1681-1741) afirma que «los patricios vieron con indignación no sólo trastornado su plan de establecer una aristocracia en la república, sino que habían perdido una parte no pequeña de la autoridad legislativa que se había trasladado a la plebe»[16].

 

4. Caracteres

 

El Tribuno de la plebe era el magistrado popular al que se imputaba la más alta responsabilidad moral de la república: la de defender al pueblo y su libertad de los abusos y de la injusticia. Como sostenía Maquiavelo (1469-1527), su autoridad era la garantía para que existiese efectivamente la libertad[17].

Sobre la naturaleza jurídica e institucional del Tribuno dice Bonfante (1864-1932) que «. . . en el Estado, y en antítesis al mismo, se afirma una organización no subordinada, sino coordinada a la plebe. Pero la organización de la plebe frente al Estado y la función correlativa de los órganos plebeyos es esencialmente defensiva, el auxilium plebis: proteger al hombre de la plebe y al orden plebeyo contra la arbitrariedad de la magistratura y del orden patricio, tan poderoso dentro de su casales gentilicios y en el Senado. El lado positivo de la soberanía escapa completamente a los tribunos. Órganos que están fuera del gobierno, carecen del imperio de los magistrados y de efectuar auspicios públicos de competencia administrativa, de facultad de convocar al Senado o a la asamblea legal de todo el pueblo, del título e insignias propios de los magistrados, de fasces y lictores, de toga pretexta y de silla curul. El aspecto negativo, en cambio, esencial a sus funciones, resulta formidablemente exaltado y supera, como el poder de los éforos en Esparta, a la misma soberanía del magistrado supremo»[18]. «Poder idóneo para impedir o anular cualquier acto de los órganos constitucionales de Roma – senado, magistrados, comicios –, las propuestas de leyes, la elección de magistraturas, la imposición de tributos, las levas militares»[19].

Algunos autores como Arangio-Ruiz tienen una visión que presenta a esta magistratura más como de facto que como de iure, partiendo tal vez de lo que Dionisio de Halicarnaso puso en boca de los patricios: «. . . Plebeyos, el asunto es grave y se presta a múltiples y absurdas sospechas, y surge entre nosotros el temor y la preocupación de que vayamos a crear dos Estados en uno»[20]. Así dice Arangio-Ruiz que «Ante la tenaz resistencia patricia, la actuación de los plebeyos para lograr la eliminación de los privilegios económicos y políticos, asume un forma típicamente revolucionaria. La coacción preferida es la secesión, abandono de la Ciudad por todos los plebeyos útiles, con la consiguiente negativa de prestar el servicio militar; órganos revolucionarios permanentes lo fueron las magistraturas plebeyas, elegidas en asambleas desprovistas de reconocimiento oficial y, por ende desconocidas para la verdadera y propia constitución ciudadana; pero con fuerza evidente por la venganza con que la plebe amenazaba a quien se atreviese a discutir o negar lo que éstas hubiesen ordenado. La más típica de estas magistraturas es el tribunado»[21]. «Fue . . . la plebe misma – sigue Arangio-Ruiz – quién sancionó, en un principio, el carácter sacrosanto de sus magistraturas, y al no poder aplicar al contraventor una verdadera penalidad, le declaró consagrado con su patrimonio a sus dioses particulares, garantizando de ese modo a cualquiera, que hiciese justicia de él. Este carácter religioso de la sanción, único posible al ser establecido por una asamblea a la que no se reconocía poder legislativo alguno, sirve perfectamente cuando, al ponerse en contacto los representantes de las dos clases, todo el pueblo quiere asegurar a la plebe el respeto debido a sus magistrados. Como ésta, en efecto, se había constituido como un Estado dentro del Estado, las relaciones entre sus órganos y los del pueblo romano ofrecían un su conjunto características que las aproximaban a las relaciones internacionales. De aquí que, si los términos del acuerdo adoptaron la expresión formal de una ley comicial centuriada, ésta tuvo un valor parecido al que ofrecen hoy las ratificaciones de los tratados por parte de los órganos legislativos de cada uno de los Estados contratantes. A su lado y – en cierto sentido – sobre ella, los plebeyos debieron pretender un compromiso jurado de los jefes patricios y considerar la sanción como teniendo una eficacia tan superior a la de la lex centuriata que la recogía, que se la podía aplicar, preferentemente, a cualquiera que osase proponer una reforma de dicha ley»[22]. En parecida posición parece estar el catedrático de la Complutense de Madrid Antonio Viñas, cuando sugiere que la ciudad patricia había tolerado un acto revolucionario de la plebe sin que ello implicase una ratificación formal del mismo[23].

Veamos ahora lo que dice Dionisio y que – muy respetuosamente – a nuestro juicio desmiente la afirmación del ilustre profesor napolitano: continuando el párrafo antes citado, el historiador griego afirma que los patricios dijeron: «. . . tampoco nos oponemos a esta vuestra petición»[24], y más adelante cuando en oportunidad de discutirse el aumento del número de los tribunos, los patricios sostienen: «. . . el pueblo no sería más moderado ni más fiel si se doblaba su magistratura, sino más insensato y molesto . . . sino que también sacarían de nuevo el tema de la repartición de tierras y la igualdad de privilegios . . . y todos, unos tras otros, buscarían a través de palabras y de acciones el modo de acrecentar el poder del pueblo y abolir los privilegios del Senado»[25]. La idea de precariedad institucional que revestía el tribunado, en la opinión de los destacados romanistas antes citados, no se corresponde, como se aprecia, con las reflexivas afirmaciones del sabio de Halicarnaso.

Siguiendo con la historia de los tribunos dice Dionisio: «Y el pueblo dividido en los clanes de entonces, o como se quiera llamar a lo que los romanos llamaron curias, eligió como magistrados para ese año a Lucio Junio Bruto y Cayo Sicinio Beluto, que hasta entonces habían sido sus jefes, y, además de éstos a Cayo y Publio Licinio y Cayo Viselio Ruga. Estos cinco hombres fueron los primeros que recibieron la potestad tribunicia en cuarto día antes de los idus de diciembre, fecha que se ha mantenido hasta nuestros días . . . Bruto convocó a una asamblea y aconsejó a los plebeyos que hicieran esta magistratura sagrada e inviolable, consolidando su seguridad con una ley y un juramento»[26].

Flavio Eutropio, historiador del siglo IV (del que muy poco se sabe) en su Brevarium ab urbe condita, dedicado al emperador Valente, nos deja la siguiente relación: «Dieciséis años después de haber desterrado a los reyes, el pueblo de Roma se rebela ante la opresión a que era sometido por parte del senado y los cónsules. Entonces ese mismo pueblo creó los tribunos de la plebe como sus propios jueces y defensores, a través de los cuales pudo ser protegido contra el senado y contra los cónsules» (es decir contra el gobierno)[27].

Podían oponerse a los arrestos ordenados antes de un fallo judicial y a la percepción de impuestos excesivos. De hecho, ejercían un verdadero control sobre la actuación de los gobernantes[28].

Esta noción del poder negativo no ha brincado desde los tiempos antiguos hasta el presente, sin haber sido percibida, advertida, analizada, estudiada y aún practicada en distintos tiempos históricos.

 

5. El Tribunado en ideas de Maquiavelo

 

Las ideas desarrolladas en torno al “poder negativo” desde los albores de la Edad Moderna, parten de una atenta lectura de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio de Maquiavelo.

Maquiavelo afirma que la “perfección” de la república en Roma era consecuencia de «la desunión entre la Plebe y el Senado» y de la creación de los “Tribunos de la Plebe”. Estas reformas, complementaron el poder de los cónsules y del Senado que no perdieron autoridad y pudieron mantener su posición en la república. Continúa Maquiavelo: «Yo digo que quienes condenan los tumultos entre los Nobles y la Plebe, atacan aquellas cosas que fueron la primera causa de la libertad de Roma y consideran más los ruidos y bandos que de dichos tumultos nacían, y no los buenos efectos que ellas producían; y tampoco consideran que en toda república hay dos humores distintos, el del pueblo y el de los poderosos y que todas las leyes a favor de la libertad nacen de su desunión . . . los buenos ejemplos nacen de la buena educación, la buena educación de las buenas leyes y las buenas leyes de esos tumultos a los que muchos condenan con desconsideración . . . si los tumultos fueron la causa de la creación de los Tribunos merecen sumo elogio porque, además de dar su parte a la administración popular, fueron constituidos en guardianes de la libertad romana . . .»[29].

La meditada reflexión de Maquiavelo revela no sólo que la ley es en la Roma republicana la síntesis dialéctica de opuestos intereses sociales, sino también que por esa razón no hay mengua o reducción del poder para ninguna de las magistraturas. En Roma, según el sabio florentino, gobiernan los cónsules y el Senado y los tribunos vigilan la libertad y la seguridad del pueblo.

Como ya lo señaláramos en relación a las ideas de resistir y limitar el poder, al finalizar la Edad Media distintas tendencias reconsideraron antiguas instituciones como el eforado griego y al tribunado romano, reformulándolas, pero en esencia, manteniendo su propósito político de actuar como oposición a los abusos al poder, a través de un poder negativo con fundamento en la misma soberanía del pueblo.

 

6. Juan de Mariana

 

Juan de Mariana (1536-1624) contribuye a explicitar al concepto del “poder negativo”. No sólo prevé el caso de la resistencia popular, y aún, como se vio ya, el tiranicidio, sino que también revaloriza la institución del tribunado como magistratura interpuesta para frenar el poder: Dice refiriéndose al Justicia de Aragón: «Crearon los aragoneses un magistrado intermedio entre el rey y el pueblo, una especie de tribuno . . .»[30]. Y más adelante: «Justa y sabiamente habló Teoponto, rey de los lacedemonios, cuando después de haber creado a los éforos a manera de tribunos para poner freno a su propio poder y al de sus sucesores»[31]. Como afirma Catalano, Mariana no teoriza sobre la figura de los tribunos (ni del Justicia, ni de los éforos), en relación al tiranicidio o al deber del rey de respetar las leyes, «. . . sino a propósito de la superioridad del poder popular respecto al del rey. Se trata de la distribución del poder»[32].

 

7. Eforado y Tribunado en el pensamiento de la Reforma religiosa. A) Melanchton. B) Zuinglio. C) Calvino. D) Altusio. E) Hotman

 

En la búsqueda de formas válidas y legítimas de resistencia a los abusos del poder, tanto desde la veta luterana como desde la calvinista se insistió en que los reyes y los magistrados supremos, sólo podrían encontrar oposición por parte de otros poderes ordenados. Sin embargo, el propio Calvino fue abriendo paso a la idea de institucionalizar una vía distinta y específica, el de magistrados del pueblo de elección popular, cuya misión debía ser la de contener el poder del capricho de los reyes.

A) Antes que Calvino, un concepto semejante de magistratura popular apareció en el ideario político de la Reforma desde el espacio luterano. Felipe Melanchton (1497-1560), en su Comentario sobre algunos de los Libros de la Política de Aristóteles, publicado por primera vez en 1530 afirma que en «ciertas naciones han añadido guardianes a sus reyes, a los que dan el poder de mantenerlos en orden», además de los frenos impuestos por la ley y, específicamente menciona el ejemplo de los «éforos de Esparta, de quienes escribe Tucídides que poseyeron autoridad para coartar a sus reyes»[33].

B) Otra referencia a la magistratura tribunicia encontramos en un conocido sermón del reformador suizo Ulrico Zuinglio (1484-1531) pronunciado en Zurich en enero de 1523 y publicado al año siguiente. Es cierto que Zuinglio atribuye esa misión de control del poder a los pastores religiosos ‘dados por Dios’ para defender al pueblo, y que los ejemplos que menciona no suelen ser casos de funcionarios elegidos que actuaran para contener los actos de sus reyes, sino antes bien de sacerdotes del Antiguo Testamento que protestaban en nombre del pueblo contra las iniquidades de los gobernantes, pero en abono de su lógica moral cita ejemplos históricos de magistrados que sí habían sido elegidos por el pueblo. «En caso de que los superiores se extralimitasen en su competencia, los espartanos tenían éforos para protestar en su contra, los romanos tribunos y muchas ciudades alemanas tienen un maestro superior del gremio»[34].

C) Estas anticipaciones de Melanchthon y Zuinglio no pueden ocultar que el principal desarrollo de la idea de la magistratura eforal o tribunicia se debe a los calvinistas y que, en ese sentido el lugar preponderante lo ocupa el mismo Calvino.

El reformador ginebrino, que conocía la institución del tribunado romano a través de Cicerón, revela su pensamiento sobre este instituto en un pasaje casi final de las Instituciones Cristiana: «Nosotros por nuestra parte, guardémonos sobre todas las cosas de menospreciar y violar la autoridad de nuestro superiores y gobernantes la cual debe ser para nosotros sacrosanta y llena de majestad, ya que con tan graves edictos Dios lo ha establecido . . . Porque aunque la corrección y el castigo del mando desordenado sea venganza que Dios se toma, no por eso se sigue que nos la permita y la ponga en manos de aquellos a quienes no ha ordenado sino obedecer y sufrir. Hablo siempre de personas particulares. Porque si ahora hubiese autoridades ordenadas particularmente para defensa del pueblo y para refrenar la excesiva licencia que los reyes se toman, como antiguamente los lacedemonios tenían a los éforos opuestos a los reyes, y los romanos a los tribunos del pueblo frente a los cónsules, y los atenienses a los demarcas frente al senado, y como puede suceder actualmente que en cualquier reino lo sean los tres estados cuando se celebran cortes; tan lejos estoy de prohibir a tales estados oponerse y resistir, conforme al oficio que tienen, a la excesiva licencia de los reyes, que si ellos disimulasen con aquellos reyes que desordenadamente oprimen al pueblo infeliz, yo afirmaría que tal disimulo ha tenerse por una grave traición. Porque maliciosamente como traidores a su país echan a perder la libertad de su pueblo, para cuya defensa y amparo deben saber que han sido colocados por ordenación divina como tutores y defensores»[35]. Téngase en cuenta que las referencias de Calvino a las instituciones antiguas son precisas, revelan conocimiento de su naturaleza jurídica y de que se trata de expresiones de la soberanía popular, al punto que las equipara con la manifestación de los “tres estados” de la “actualidad”. Por último cabe destacar su anatema contra los traidores a su patria y a su pueblo que disimulan la opresión de los reyes, es decir contra aquellos que violan el sagrado deber para el que fueron investidos.

La corta pero profunda referencia de Calvino sobre esta magistratura popular, no dejó en lo inmediato huellas si se exceptúa el caso de John Ponet (¿1516?-1556), pero tendría más adelante una muy ponderable recepción de quien fue, indudablemente, el más destacado de los pensadores políticos de la matriz calvinista: el alemán Juan Altusio.

D) Doctor en ambos derechos por la Universidad de Basilea, Altusio se desempeñó como Síndico de la ciudad de Emden desde 1604 hasta su muerte. Supo ser un fiel exponente del derecho de su época; él mismo dice que el Derecho Romano rige a todos los pueblos de Europa y por esa razón, sustenta buena parte de sus reflexiones jurídico – políticas en la historia de Roma. El Corpus iuris civilis está presente de continuo en su obra; no en vano él escribió también un tratado sobre jurisprudencia romana y un tratado sobre la justicia[36].

El pensamiento de Altusio se sustenta en la idea del pacto y de la soberanía. El pueblo es el propietario del Estado y puede nombrar un administrador suyo por medio de un contrato de mandato. El pueblo es soberano y puede hacer de su soberanía un administrador, curador, o tutor que le represente en sus negocios[37]. El poder se le trasmite al magistrado (príncipe, rey, señor) para su administración, no se le da en propiedad, cualquiera sea la forma de administrarlos[38]. Dentro de esta concepción es fundamental el papel que Altusio reconoce a los éforos para que velen por el cumplimiento de estos principios. Magistrados intermedios, los éforos son elegidos para representar los intereses del pueblo y para moderar la potestad de los magistrados supremos[39]. Ayudan en la administración de la república[40], son garantes entre el supremo magistrado y el pueblo[41], y su poder cuando están reunidos en asamblea para mirar por los bienes del reino, es mayor que el del supremo magistrado[42]. Es por último una función muy importante de los éforos, privar al supremo magistrado de su función de tal, devolviendo los derechos de soberanía en administración al mismo pueblo, cuando aquél rompe el pacto por el que fue constituido[43].

De estas brevísimas y muy esquemáticas referencias, se advierte que para Altusio – siguiendo la idea anticipada por Calvino –, el sustento político del eforado es la soberanía popular, ya que, los éforos, que son sus representantes, pueden mediar entre el pueblo y sus gobernantes, pueden controlar y limitar sus acciones, y deponerlos. Más todavía, Altusio llega a propiciar, llegado el caso la secesión[44], como hizo la plebe romana cinco siglos antes de Cristo. En fin y como sostiene Figgis, Altusio puede ser considerado el nexo de los invisibles eslabones que unen el pensamiento del sacerdote Mariana con el abogado Robespierre[45].

E) No se puede omitir en esta leve reseña al gran jurista francés François Hotman (1524 – 1590), primero católico después protestante, antes destacadísimo romanista y luego impugnador de la validez e importancia del Derecho romano[46]. Hotman desarrolló la tesis (después válidamente impugnada) de que la monarquía de Francia no fue en sus orígenes hereditaria sino electiva. Afirmó asimismo que la elección del rey no era un acto aislado de soberanía, sino que debía entenderse en un marco más general de subordinación del poder real a los superiores intereses y necesidades del pueblo porque, a su entender, la más alta autoridad administrativa del reino queda sometida a la asamblea de los Tres Estados y eslabona a esos mecanismos de control del poder real, a la institución de los éforos[47].

 

8. Spinoza

 

Baruch Spinoza (1632-1677), filósofo nacido en Holanda, pero cuya familia de origen judío provenía de España[48] comenzó a escribir en 1675 un Tratado Político[49] al que su muerte dejó inconcluso. Esta inacabada y póstuma obra de Spinoza, «. . . el hombre quieto que está soñando un claro laberinto . . .»[50] sobre la organización del poder y de los gobiernos, somete los problemas que plantea la política a las rigurosas exigencias del racionalismo, pero a través de una detenida lectura y reflexión sobre el pensamiento de Nicolás Maquivelo especialmente el contenido en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio[51]. No en balde es al único autor que cita[52] y por medio de quien, seguramente, arrima una muy precisa referencia a la idea del poder negativo.

No es el caso tratar los paralelos (que no son pocos en esta materia) entre Maquivelo y Spinoza: sólo destacar – con relación al tema que tratamos - que la idea de la libertad siempre presente en el pensamiento del florentino, se expresa como seguridad porque el pueblo ama la libertad como forma de vivir seguro, es decir no ser dominado por los poderosos y protegido contra el sometimiento y los abusos del poder[53]. Spinoza retoma la idea y la reformula afirmando que la virtud del Estado es la seguridad: «Se conoce fácilmente cuál es la condición de un Estado cualquiera considerando el fin con el que se funda un estado civil; este fin no es otro que el de la paz y de la seguridad de la vida. Por consiguiente, el mejor gobierno es aquel con el que los hombres pasan la vida en armonía y las leyes son cumplidas sin violación»[54]. El prudente pesimismo de Maquiavelo del que participa Spinoza, se articula en las bases del concepto de la República – de la que ambos fueron convencidos defensores –: la desunión (en Maquivavelo)[55] y en Spinoza «Las discordias y sediciones que estallan en la ciudad no tienen nunca por efecto la disolución de la ciudad (como ocurre con otras sociedades), sino el paso de una forma a otra cuando las disensiones no se pueden aplacar sin cambio de régimen»[56], y la idea de no dominación concebida en términos de seguridad: «Como en el estado natural cada cual es su propio dueño mientras pueda protegerse para no sufrir la opresión de otros, y como uno solo se esfuerza inútilmente por protegerse de todos mientras el derecho natural humano esté determinado por la potencia de cada cual, este derecho será en realidad inexistente o tendrá por lo menos una existencia puramente teórica porque no se dispone de ningún medio seguro para conservarlo . . . sin la ayuda mutua, los hombres no podrían conservar la vida ni cultivar el alma. Llegamos a la siguiente conclusión: que el derecho de naturaleza en lo que respecta concretamente al género humano, pude difícilmente ser concebido sin haber entre los hombres derechos comunes, y . . . Cuanto mayor sea el número de los que se hayan reunido, tanto mayor serán los derechos todos juntos»[57].

En orden al tema que estamos tratando, Spinoza lo toma, al correr de su pluma, del ejemplo del Justicia Mayor de Aragón. El filósofo afirma que esta figura fue instituida a sugerencia del pontífice romano que «. . . les reprochó que quisieran obstinadamente darse un rey sin considerar el ejemplo de los hebreos. Como se negaran a cambiar de opinión, les aconsejó que no eligieran rey sin antes haber establecido reglas justas de acuerdo con el genio de su pueblo, creando en primer lugar un consejo supremo que pudiera oponer al rey, como los éforos de Esparta, y que tuviera el derecho absoluto de solucionar los litigios que se promovieran entre el rey y los ciudadanos»[58]. De este modo quedó establecida la figura del Justicia Mayor cuya misión era la de «. . . abrogar y anular todas la sentencias dictadas contra cualquier ciudadano por otros consejos civiles o eclesiásticos o por el mismo rey, hasta el punto de que cualquier ciudadano podía apelar los fallos del rey ante ese tribunal»[59]. Más adelante se refiere a los Tribunos de la Plebe – ya en referencia concreta a la figura que él propone, la del síndico – y dice que «. . . toda la fuerza que tenían los tribunos contra los patricios, reposaba en el favor del pueblo, y que cuando apelaban al pueblo, parecían más bien suscitar una sedición que convocar a una asamblea»[60].

La idea de los síndicos de Spinoza, no es exactamente igual a la de los Tribunos de la plebe. El síndico está para que se mantenga la forma del Estado, impedir que sean violadas las leyes y que nadie saque provecho de una acción criminal[61]. Pero como éstos tienen el poder de apelar y de obligar a los gobernantes que hubieran cometido un acto contrario al derecho a que comparezcan ante ellos y de condenarlos de acuerdo a las leyes establecidas[62]. Los síndicos no tienen facultades de gobierno, ni de legislación, y los que integraran el senado, no pueden votar[63].

Según el gran filósofo de Amsterdam, el pueblo quedará suficientemente protegido «. . . contando con el derecho de apelar ante los síndicos . . . Es verdad que lo síndicos no podrán evitar la antipatía de muchos de los patricios, aunque en cambio estarán muy bien vistos por los plebeyos cuya aprobación se dedicarán a conquistar con todo lo que esté a su alcance»[64].

 

9. Rousseau

 

En el libro IV del Contrato Social Rousseau formula, por primera vez en los tiempos modernos, una verdadera teoría del “poder negativo”. El «. . . libro IV del Contrat Social – nos ilustra Catalano –, puede ser considerado como el punto de llegada de la moderna reflexión política de instituciones antiguas y medievales con características ‘negativas’, y como punto de partida de una veta del pensamiento democrático contemporáneo y de la acción por las nuevas instituciones que de él derivan»[65].

En el capítulo V del Libro IV, refiriéndose al Tribunado dice Rousseau: «Cuando no se puede establecer una exacta proporción entre las partes constitutivas del Estado, o cuando causas ineluctables alteran sin cesar sus relaciones, entonces se instituye una magistratura particular que, sin formar cuerpo con las otras, restituye cada término a su verdadera relación y establece una conexión o término medio, ya entre el príncipe y el pueblo, ya entre aquel y el soberano, o entre ambas partes si hay necesidad. Este cuerpo que yo llamaré tribunado, es el conservador de las leyes y del poder legislativo, y sirve a veces para proteger al soberano contra el gobierno, como hacían en Roma los tribunos del pueblo; otras para sostener al gobierno contra el pueblo como hace en Venecia el Consejo de los Diez, y otras para mantener el equilibrio entre una y otra parte, cómo hacía los éforos en Esparta»[66].

 

10. Influencia de Rousseau

 

En estos párrafos Rousseau delinea los fundamentos del poder tribunicio. Por su naturaleza, el tribunado es una institución mediadora entre el pueblo y el poder que se ejerce a su nombre. La relación del pueblo con el poder, es (o debe ser) una relación de equilibrio, pero ese equilibrio no es constante, aún en el sistema más democrático. Y eso, que fue siempre visible, inquietó – aunque con muy diferente interés - a quienes se ocuparon de la res publica, y ese fue tal vez el «talón de Aquiles» del constitucionalismo moderno. Se pensó, equivocadamente, que la división de poderes era la clave para el mantenimiento del sistema democrático y que el sistema representativo garantizaba adecuadamente la voluntad y la protección de los intereses del pueblo. Rousseau, que descreía tanto de uno como de otro sistema, propone otro poder, que no es ni el que hace la ley ni el que la aplica, un poder que «. . . no pudiendo hacer nada, puede impedirlo todo»[67]. Según Rousseau, el tribunado debe moderar al poder ejecutivo y proteger las leyes que dicta el soberano; porque es, como afirma Catalano, un instrumento de la voluntad popular[68].

La influencia de Rousseau en el desarrollo del pensamiento revolucionario europeo e hispanoamericano fue enorme. La Revolución francesa le debe sus mejores empeños democráticos y todos los progresos a favor del derecho de resistencia y en conexión con éste, el tribunado; la de sostener que al pueblo no se lo puede representar y que a éste cabe siempre la facultad de controlar y revocar los mandatos. Sus voceros principales en aquella gran Revolución fueron Robespierre (1758–1794), Saint Just (1767–1794), Babeuf (1760–1797) y Buonarroti (1765–1837). En la revolución emancipadora latinoamericana dejó profundas huellas. En primer lugar corresponde destacar el Proyecto de Constitución Provisoria de las Provincias Unidas del Río de la Plata de 1811 en el que luego de establecer en el artículo 1 que «El poder soberano legislativo reside en los pueblos. Este por naturaleza es incomunicable, y así no puede ser representado por otro sino por los mismos pueblos. Es del mismo modo inalienable e imprescriptible por lo que no puede ser cedido ni usurpado por nadie», revela por primera vez en América latina y de la manera más clara y explícita la idea del Tribunado en la clave de un verdadero “poder negativo”. Dice así: «Para conservar ilesos los sagrados derechos y libertad de los pueblos contra las usurpaciones de los gobiernos, establecieron los Tribunados las repúblicas bien ordenadas . . . Los Tribunos no tendrán ningún poder ejecutivo ni mucho menos legislativo. Su obligación será únicamente proteger la libertad, seguridad y sagrado derechos de los pueblos contra la usurpación del gobierno de alguna corporación o individuo particular pero dando y haciéndoselas ver en sus comicios y juntas, para cuyo efecto – con la previa licencia del gobierno – podrán convocar al pueblo. Pero como el gobierno puede negar esta licencia, porque ninguno quiere que sus usurpaciones sean conocidas y contradichas por los pueblos, se establece de tres en tres meses se junte el pueblo en el primer día del mes que corresponda, para deliberar por sufragios lo que a él pertenezca según la constitución, y entonces podrán los Tribunos hacer lo que juzgaren necesario y conveniente en razón de su oficio, a no ser que la cosa sea tan urgente que precise antes de dicho tiempo, la convocación del pueblo». Y en la nota 4ª dice: «Se prefiere la votación por los pueblos al deliberamiento (sic) de una Asamblea establecida por ellos, porque si es para lo legislativo, en este poder consiste formalmente la soberanía de los pueblos, y siendo ésta por naturaleza incomunicable, no puede transferirse a ninguna asamblea»[69]. Comentando este proyecto dice Arturo Sampay (1911-1977) que «. . . es un documento notable, inspirado en la doctrina de Rousseau vertida en el Contrato Social y que trasunta el pensamiento revolucionario más avanzado de la Generación de Mayo»[70]. No se sabe con certeza quien redactó este proyecto[71] aunque su cepa roussoniana, delata que su inspirador por lo menos, fue Mariano Moreno (1787-1811).

No puede omitirse, por la importancia de su personalidad histórica la influencia de Rousseau en Simón Bolívar[72] que también apeló a la idea de un “poder negativo” apartándose de los modelos inglés y norteamericano imperantes. Ya al inaugurar Congreso general de Venezuela en 1819 anticipaba: «Meditando sobre el fondo efectivo de regenerar el carácter y las costumbres que la tiranía y la guerra nos han dado, me he sentido la audacia de inventar un Poder Moral, sacado del fondo de la obscura antigüedad, y de aquellas olvidadas Leyes que mantuvieron, algún tiempo, la virtud entre Griegos y Romanos»[73]. Allí se dejan señaladas algunas ideas a las que dará forma en el proyecto de Constitución para Bolivia de 1826 [74] y de la llamada “Constitución vitalicia” del Perú del mismo año, en las que propondrá cuatro poderes, propiciará una cámara de tribunos con funciones de iniciativa en algunas materias y asignará a los censores ciertas funciones que podrían interpretarse como propias de los tribunos clásicos[75].

 

11. Fichte

 

Dicen que fue la lectura de Spinoza lo que determinó en Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) su vocación por la Filosofía[76]. Tal vez, el filósofo de Amsterdam, habrá estimulado su atención en torno a las antiguas instituciones políticas que expresaban la contraposición del poder de los gobernantes, con el pueblo, a través de magistraturas específicas: el eforado griego, el tribunado romano, el Justicia de Aragón, la sindicatura de los municipios medievales. Sin embargo la raíz de su pensamiento político se nutre en en el compromiso que, para sus convicciones democráticas, representó la Revolución francesa. Republicano como Spinoza, avanzó mucho más allá que éste, hasta posiciones que le valieron imputaciones de radicalismo político: «Soy para ellos un demócrata, un jacobino; así es, en efecto. De una persona así se cree, sin más, cualquier crueldad. Contra ella no es posible cometer injusticia alguna»[77].

La contribución de Fichte a una teoría del control popular a las arbitrariedades y excesos del poder político, tal como lo expresa el instituto del Defensor del Pueblo, es de una significativa importancia, al punto que Lobrano sostiene que a Fichte se le debe el verdadero desarrollo teórico contemporáneo del tribunado y de las reflexiones y proposiciones sobre éste instituto hechas por Mariana, Altusio y Rousseau.

La posición de Fichte en relación al llamado “poder negativo” parte de su convencimiento de que «. . . sólo la comunidad puede juzgar a los administradores del poder ejecutivo»[78]. La comunidad, en caso de necesidad, es decir cuando hay un atropello al derecho, a la justicia, a la seguridad, a la ley[79], es el juez supremo de los actos del gobierno y su pronunciamiento se hará a través de la denuncia de un poder constituido particularmente para ese juicio: el Eforado[80]. Los éforos a los que cabe la responsabilidad de observar y controlar de manera continua la acción del poder político e investigar sus procedimientos, no pueden anular los actos de quienes detentan el poder ni dictar ninguna norma de derechos pues carecen de todo poder que no sea un poder absolutamente prohibitivo, «. . . no para prohibir la ejecución de esta o aquella resolución jurídica particular, pues entonces los éforos serían jueces . . .»[81].

«Es por consiguiente – continúa Fichte – un principio de la constitución política conforme al derecho y a la razón, que al lado de la potencia absolutamente positiva sea instituida una potencia absolutamente negativa»[82]. En una nota agrega el ilustre catedrático de Jena: «Los tribunos del pueblo (Volkstribunen) de la república romana tienen con él (el Eforato) la máxima afinidad»[83].

 

12. El Tribunado en Italia en los primeros años del siglo XIX

 

Debemos a la erudita investigación de Pierangelo Catalano la referencia a la institución del tribunado entre 1796 y 1797 por parte de algunos demócratas italianos, compenetrados del pensamiento de la Revolución francesa, que procuraban, por distintos medios, aumentar el poder popular. Siguiendo casi a la letra al ilustre profesor de La Sapienza, resumiremos una síntesis[84]. Cabe señalar a Giuseppe Abamonti (1759–1819) que en el Saggio sulle leggi fondamentali dell’Italia libera, publicado en forma anónima en 1797, proponía que las asambleas comunales eligieran (además de los miembros del Consejo Nacional) a un cuerpo de nueve “Conservadores de las leyes”, encargados de que las leyes no sean violadas por alguna autoridad constituida y sin cuya aprobación los proyectos de leyes o de decretos del Consejo Nacional no sean válidos, además de un cuerpo de nueve “defensores del pueblo” para vigilar que ningún funcionario sea individual o colectivamente oprima al pueblo o a parte de él o a algún individuo en particular.

El médico e historiador Carlo Botta (1766–1837) en su obra Proposizioni ai lombardi di una manera di governo libero publicada también en 1797 sostenía que los “comicios” eligieran a los “tribunos del pueblo” cuya misión no sería la de hacer por sí mismos el bien sino impedir el mal.

A pesar de su común inspiración roussoniana, muy distinto es el “magistrado tribunicio” propuesto por Giuseppe Fantuzzi (1762-1800) en Discorso filosofico politico de 1796, porque sus funciones parecen más propias de un control de legitimidad, que no aquellas propiamente tribunicias. El lombardo Francesco Reina (1772-1826) en las Considerazione sulla Costituzione cisalpina de 1797, proponía la institución de un “magistrado popular” elegido por el pueblo para llevar a cabo un control de legitimidad de los actos de gobierno. Es probable que en esta transformación del “tribunado” en una magistratura de control de legitimidad, haya influido lo escrito sobre el eforado por el connotado jurista napolitano Gaetano Filangieri (1752-1788) y después por Francesco Mario Pagano (1748-1799) redactor del proyecto de constitución para la República Partenopea (napolitana) de 1799.

Pagano ya en los Saggi politici cuya segunda edición se publicó en 1792, había subrayado la importancia de la potestad tribunicia, precisando sin embargo que ella no debía tener ninguna función legislativa, ni judicial, ni ejecutiva a fin de ser el «baluarte de la constitución». Conforme a ello el Progetto di Costituzione della Repubblica Napolitana presentato al governo provvisorio dal Comitato di legislazione preveía la institución del “Cuerpo de los éforos”, limitando su competencia al control constitucional de los actos del poder legislativo y del poder ejecutivo y a la propuesta (al Senado) de revisión de la Constitución. De su parte el jurista y economista Vincenzo Cuoco (1760-1823), criticando el proyecto de Pagano concebía al eforado no tanto como un modo de custodiar la constitución, sino la soberanía del pueblo. En este aspecto dice Catalano, «. . . la construcción de Cuoco aparece como más fiel al espíritu democrático de Rousseau»[85].

 

13. La República Romana de 1849

 

En enero de 1849 un movimiento republicano, democrático y nacionalista – similar a muchos otros que conmovieron a la Europa absolutista diseñada en el congreso de Viena de 1815 – aprovechando la huída del Papa Pío IX a Gaeta, estableció una junta de gobierno que hizo elegir una Asamblea constituyente que un mes después proclamó la República Romana bajo la dirección efectiva del patriota Giuseppe Mazzini (1805-1872)[86]. En el marco de aquella asamblea se hicieron las últimas afirmaciones del tribunado como expresión de la soberanía popular. En el primer proyecto de la “Comisión constitucional” estaba prevista la institución de un Tribunado con el fin de “atemperar el peligro inseparable de la unicidad de la Asamblea y de cualquier poder ejecutivo a garantizar la conservación del pacto”. En una vibrante sesión, el espíritu del proyecto fue sostenido por Cesare Agostini (1803–1855) y Carlos Luciano Bonaparte (1803-1857)[87], presidente de la Asamblea, que definió al Tribunado como «. . . la clave, la llave maestra de éste, nuestro mecanismo político»[88].

 

14. Una mirada desde España

 

Una visión del tribunado como expresión de la soberanía popular plantea Miguel Moya (1856-1920) – político y periodista español republicano, defensor de la autonomía de Cuba y Puerto Rico (entonces territorios coloniales) –, que sostenía en un trabajo de 1879: «Esparta tuvo la Asamblea de los éforos con la especial misión de velar por la libertad del pueblo y de oponerse, aún predicando la insurrección, a todos los abusos en que quisiera incurrir el jefe de Estado. Roma nos enseña los tribunos establecidos para oponer una justa y ordenada resistencia contra la arbitrariedad del poder de los magistrados no sólo a favor del individuo cuyo derecho quería quebrantarse, sino en beneficio de todo el pueblo . . . el espíritu filosófico del siglo XVIII la acepta (a la resistencia), declarando que la verdadera y seria necesidad de defender los derechos individuales justificará siempre que a la infracción de esos derechos por parte del magistrado se contraponga la violenta resistencia de la Nación; y la Constitución francesa del 93 dice, que cuando el gobierno viola el derecho popular da motivo a la insurrección, que es para el pueblo y para cualquiera parte del pueblo, el más sagrado e irremisible de los derechos»[89].

 

15. La cambiante posición de Mommsen

 

Fuera de algún que otro comentario análogo, el concepto del “poder negativo” cae después en un largo silencio. Ello responde a dos razones: una formal, académica y otra substancial, política. La explicación formal se sostiene a partir de la deserción intelectual del gran romanista Teodoro Mommsen a la rigurosa interpretación de las instituciones públicas romanas que él mismo había desarrollado en su Historia de Roma. Cuando hacia en 1871 publica su Derecho Público romano, cambia de posición y, como dice Lobrano «. . . borra literalmente, como se hace en una pizarra, el instituto del Tribunado»[90]. Y continúa el catedrático sardo: «El esquema científico está ya acompañado de un juicio político sumamente crítico. Mommsen es un estadista liberal (el sí que es propiamente un ‘moderado’) a quien no agrada este traducir en las instituciones jurídicas de aquella dialéctica entre fuerzas sociales que según Maquivelo, es el motor y la fuerza de la República romana. De acuerdo con Mommsen esta institucionalización de la dialéctica social genera, más bien, una patología de la República, manteniéndola y debilitándola en un estado febril continuo y desgastado . . . El tribuno, elemento de equilibrio entre pueblo de los ciudadanos y magistrados del gobierno, y su poder específico, contrapuesto al poder de estos últimos, literalmente desaparece . . . El gran Mommsen no era precisamente un desprevenido, la suya es una operación rigurosamente científica de cancelación del tribunado y con él, del sistema de la República»[91].

La autoridad de Mommsen, muy grande entre los romanistas, alimentaba una corriente que reducía el valor, el prestigio y la actualidad del Derecho romano al Derecho privado. De allí que los estudios sobre las instituciones publicas romanas se limitaron a quedar en el campo de la Historia, sin proyección en el Derecho Político y menos aún en el Derecho Constitucional.

 

16. – La institución del tribunado y el modelo constitucional liberal

 

Pero estas reflexiones académicas sobre el desvanecimiento de los estudios sobre el “poder negativo” y cualquiera de sus formas institucionales no alcanzan a ocultar sus verdaderas razones. La institución del tribunado es, por su propia naturaleza extraña y hasta contradictoria con los pilares sobre los que se asienta el liberalismo y el sistema político que a partir de sus premisas se formula: La libertad autonomía y la división de poderes. La noción de la libertad en el sentido que se ha desarrollado en el mundo y que ha permitido el triunfo del capitalismo y el profundo divorcio entre la sociedad y el Estado es antagónica a la existencia de un poder impeditivo sustentado en una idea de la libertad como expresión de la participación de pueblo en el gobierno. De la misma manera que una instancia impeditiva a la aplicación de una norma de derecho es incompatible con un sistema que auto referencia su perfección institucional en la división del poder en tres ramas que son expresión de un mismo poder. A lo más que se atrevió el sistema político liberal, fue a reconocer una instancia de control de la legitimidad constitucional complementaria de la división de poderes.

 

17. – La crisis del sistema representativo

 

La reconocida crisis del sistema político representativo y la pérdida de credibilidad en el sistema de garantías que establece el régimen de la división de los poderes, hizo que a lo largo del siglo XX se ensayaran diversas teorías que procuraron, de un marco democrático y republicano, fortalecer las instituciones públicas. Básicamente se revitalizaron las ideas en torno a formas de democracia directa (al fin y al cabo la democracia tuvo sus primeras y más puras manifestaciones con esa modalidad), a la vez que se puso otra vez, de un modo casi natural y espontáneo, en la consideración de la ciencia jurídica y de la política la noción del “poder negativo”. Así el jurista e historiador italiano Arturo Carlo Jemolo (1891-1981) decía en 1965: «La pérdida de confianza en los órganos estatales, la permanente sensación de víctima de injusticias, está erosionando pilares fundamentales, mucho más que iniciativas abiertamente revolucionarias (. . .) . . . podría pensarse en un tribuno del pueblo o en un censor, nominado por sufragio universal, o tal vez, con un electorado distinto de aquel que elige a los miembros del parlamento»[92]. El Defensor del Pueblo está a un paso.

 

 

III. ¿Qué desafíos tiene por delante el Defensor del Pueblo?

 

18. – La construcción de una nueva democracia y el papel del Defensor del pueblo

 

El gran desafío del siglo que estamos comenzando a vivir, es el de construir una nueva democracia con más participación, más transparencia administrativa, más igualdad de oportunidades, y una efectiva defensa protección del ambiente y de la paz. Todos estos mandatos convocan al Defensor del Pueblo. Pero para ello esta magistratura debe reforzar los grandes principios que la identifican y que hallan su raíz en el antiguo tribunado romano.

 

19. – Independencia del poder político

 

Independencia del poder político. Del mismo modo que el tribuno de la plebe fue un impugnador del sistema imperante, el Defensor del Pueblo no debe ni puede olvidar que su misión es la de proteger los derechos humanos y que los derechos humanos los viola el poder público o el privado, cuando está aliado con aquél. El Estado tiene muchos agentes que los defiende. El pueblo no y menos todavía los sectores más vulnerables, las minorías y los pobres de riquezas materiales.

 

20. – Prescindencia de la política partidaria

 

Prescindencia de la política partidaria. El sistema político siempre y en todos los lugares presenta disfunciones: poder paralelo, burocracia, sigilo, abuso de poder y el Defensor del Pueblo debe obrar contra ellas. Para ello debe lograr la credibilidad social de todos; de las mayorías y de las minorías, de la sociedad y del propio poder político que no debe ver en él un competidor favorecido sino como una referencia moral, y a todo esto, empecen las obligaciones políticas partidarias.

 

21. – Lucha por la justicia

 

El Defensor del Pueblo debe luchar por el imperio de la ley – en esto difiere del Tribuno -, pero fundamentalmente debe empeñarse por el triunfo de la justicia. Como predicaba el gran maestro uruguayo Eduardo Couture en sus mandamientos para los abogados: «Tu deber es luchar por el derecho; pero el día que encuentres en conflicto el derecho con la justicia, lucha por la justicia»[93]. Por ese motivo como el Tribuno debe actuar con informalidad: con informalidad debe recibir los reclamos y con informalidad debe operar debe canalizar los reclamos sean individuales o colectivos.

 

22. – Iniciativa para reformar el derecho

 

Debe mantener en alto su iniciativa para transformar la realidad jurídica. No se trata sólo de evitar que los avances del poder ahoguen los derechos de las personas, también debe promover las reformas y los cambios para proteger más y mejor los derechos humanos. No debe olvidarse aquello de Ortega de que las revoluciones se hacen contra lo usos, no contra los abusos.

 

23. – Promoción de la participación popular

 

Promover la participación. El Defensor del Pueblo debe promover la participación popular. La queja es la primera de las forma de participación. Vale también entonces la reivindicación del concepto de la libertad de los antiguos que consistía – como lo reconoce el mismo Constant, su impugnador -, en la participación activa y constante en el poder colectivo. «Nuestra propia libertad – dice Constant –, debe consistir en el goce apacible de la independencia privada» . . . «La finalidad de los antiguos era compartir el poder social entre todos los ciudadanos de una misma patria. Estaba ahí lo que ellos llamaban a esto libertad. La finalidad de los modernos es la seguridad de los goces privados y ellos llaman libertad a las garantías acordadas por las instituciones»[94]. Constant consideraba como se ve que los fines de ambos conceptos de libertad eran contradictorios, porque la participación directa en las decisiones colectivas terminaba por someter al individuo a la autoridad del conjunto y no a hacerlo libre como persona. Y de eso es precisamente de lo que se trata. Recuperar la democracia en los términos de una sociedad de iguales, justa y libre es, antes que nada en hacer de los seres humanos partícipes de las decisiones del poder. El Defensor del Pueblo, recorriendo el camino en sentido inverso al de Constant, debe rechazar la privatización de la verdad y de la ética depositada en el patrimonio exclusivo de las conciencias privadas y reconstruir el ideario colectivo del auto gobierno que es al fin de cuentas la libertad de los seres humanos de participar en la elaboración y en la aplicación de las reglas que los involucre.

 

 

IV. Conclusión

 

El jurista panameño Edgardo Molino Mola, hace casi veinticinco, en una ponencia presentada en un coloquio organizado por el Instituto Latinoamericano del Ombudsman – Defensor del Pueblo en la ciudad de Buenos Aires, afirmó que el mundo estaba en un proceso de “redescubrimiento” de la figura del ombudsman porque en realidad imaginar esa figura hoy, no era sino recrear las antiguas magistraturas romanas que fueron concebidas para defender y proteger los derechos de las personas, sobre todo de las más débiles y vulnerables.

La institución del Defensor del Pueblo ha tenido un fuerte crecimiento en los últimos cincuenta años pero necesita afirmar sus rasgos característicos desde una perspectiva que lo aproxime más directamente a las necesidades e insatisfacciones de las personas comunes, de los hombre y mujeres situados en posiciones distantes del poder y sobre todo, para que sea el cauce de expresión de las frustradas esperanzas de una descreída sociedad frente a una realidad política que muchas veces le da la espalda. En ese sentido es de enorme importancia fortalecer a la institución del Defensor del Pueblo desde la perspectiva institucional romana, sobre todo en el ejercicio del “poder negativo”. La posibilidad del Defensor del Pueblo de poder impedir, no por sí mismo, sino con la intervención de otras magistraturas o de otros organismos institucionales, la sanción de normas que afecten a los derechos fundamentales de las personas, contribuirá a dar efectiva vigencia a los garantías y de derechos que consagran los ordenamientos jurídicos de los países en los que el poder se sustenta en la soberanía popular.

 

 



 

[1] «Otro problema . . . es la deriva un tanto esquizofrénica de la naturaleza de nuestro Defensor que en su origen es Comisionado de las Cortes Generales y, por otro, puede recurrir las leyes emanadas de tales Cortes. Cierto es que el artículo 6 de la Ley Orgánica del Defensor señala que no está sujeto a mandato imperativo alguno. No recibirá instrucciones de ninguna autoridad. Desempeñará sus funciones con autonomía y según su criterio» (Antonio Colomer Viadel: El Defensor del Pueblo entre el Tribuno de la Plebe y el Poder Negativo, en Regenerar la Política, obra colectiva coordinada por Antonio Colomer Viadel, Ugarit, Valencia 2008, 135). El caso es válido para casi todos los ordenamientos jurídicos.

 

[2] Graco Babeuf: El tribuno del pueblo, traducción por Victoria Pujolar, 1ª edición, Roca, México 1975, 10.

 

[3] Dionisio de Halicarnaso: Historia Antigua de Roma, Libro VI, 45, traducción por Almuneda Alonso y Carmen Seco, Gredos, Madrid 1984, T. II, 272. Ver también Plutarco: Las vidas paralelas, (Vida de Coroliano, párrafo VI) traducción por Antonio Ranz Romanillos, Imprenta Real, Madrid 1830, T. II, 58/9.

 

[4] Tito Livio: Storia di Roma dalla fondazione, III, 55, edición con texto latino e italiano, traducción por Gian Domenico Mazzocato, Newton, Roma 1997, T. I, 355.

 

[5] Tito Livio: Storia . . . II, 28. 32, 33 cit., 198 a 201.

 

[6] Dionisio de Halicarnaso: Historia . . . Libro VI, 87 cit., 323.

 

[7] Cicerón: Obras Completas – Tratado de las leyes, L. III, versión de Díaz Tendero y Fernández Llera y Calvo, traducida al castellano por Juan Bautista Calvo, T. VI, 327.

 

[8] Teodoro Mommsen: Historia de Roma, traducción por A. García Moreno, I edición, Joaquín Gil, Buenos Aires 1953, T. I, 340. El célebre romanista alemán identificó las características instrumentales del Tribunado, y en su “Historia de Roma” interpretó su verdadera naturaleza aunque a mi juicio no alcanzó a comprender el profundo sentido político que lo inspiró (ver especialmente el parágrafo 29 de la página 341: «. . . una magistratura sin objeto definido, no teniendo casi, otra misión, que la de entretener al proletariado miserable con la apariencia de un socorro quimérico, revistiendo en un principio un carácter decididamente revolucionario y posesionado de un poder anárquico para contrarrestar la acción de los funcionarios y aún del Senado». Cuando publica la “Historia del Derecho Público Romano”, Mommsen resta aún más la significación del Tribunado (ver TEODORO MOMMSEN: Compendio de Derecho Público Romano, Impulso, Buenos Aires 1942, 74 y 75).

 

[9] Mommsen: Historia . . . cit., T. I, 300.

 

[10] Ibidem T. I, 300/1.

 

[11] Arturo Rosenberg: Historia de la República Romana, traducción por Margarita Nelken, revista de Occidente, Madrid 1926, 52, 58 y 61.

 

[12] Friedrich Schlegel: Ensayo sobre el concepto de republicanismo, en Obras selectas, traducción por Miguel Angel Vega Cernuda, Fundación Universitaria Española, Madrid 1983, vol. I, 46.

 

[13] Vicente Arangio-Ruiz: Historia del Derecho Romano, traducción por Francisco de Pelsmaeker e Ivañez, Reus, Madrid 1943, 57.

 

[14] Polibio: Historia Universal, Libro VI, 14, versión española de Ambrosio Rui Bamba, ediciones Solar y Librería Hachette, Buenos Aires 1965, 351.

 

[15] Ibidem L. VI, 16, 351/2.

 

[16] Johan Gottlieb Heineccius (Heinecio): Historia del Derecho Romano, traducción del latín por Juan Muñiz Miranda y R. González Andrés, Imprenta del Boletín de Jurisprudencia, Madrid 1845, 14.

 

[17] «La autoridad tribunicia fue necesaria para resguardar la libertad». Nicolás Maquivelo: Discursos sobre la primera dácada de Tito Livio, traducción por Roberto Raschella, Libro 1, VI, Losada, Buenos Aires 2003, 73.

 

[18] Pietro Bonfante: Historia del Derecho Romano, traducción por José Santa Cruz Tejeiro, Edición de la Revista de Derecho Privado, Madrid 1944, volumen I, 140.

 

[19] Renzo Lambertini: Aspetti “positivo” e “negativo” della sacrosanta potestas dei Tribuni della plebe, ponencia al Seminario de Estudios “MMD Anniversario del Giuramento della Plebe al Montesacro”, Consiglio Nazionale delle Ricerche. Istituto Nazionale di Studi Romani, Roma 15 al 18 de diciembre de 2007; publicado en Diritto @ Storia. Rivista internazionale di Scienze Giuridiche e Tradizione Romana 7, 2008 = http://www.dirittoestoria.it/7/Memorie/Lambertini-Positivo-negativo-potestas-Tribuni-plebe.htm . 

 

[20] Dionisio de Halicarnaso: Historia Libro VI, 88 cit., T. II, 323. (El subrayado es nuestro).

 

[21] Arangio-Ruiz: Historia . . . cit., 56/7. (El subrayado es nuestro).

 

[22] Ibidem. (El subrayado es nuestro).

 

[23] Antonio Viñas: Instituciones políticas y sociales de Roma: Monarquía y República, Dykinson, Madrid 2007, 167.

 

[24] Dionisio de Halicarnaso: Historia . . . Libro VI, 88 cit., T. II, 323.

 

[25] Ibidem Libro X, 30 cit. (Este libro está traducido por Ester Sánchez y editado en 1988) T. IV, 53/4.

 

[26] Ibidem Libro VI, 89 cit., T. II, 235.

 

[27] Eutropio: Abrigé de L´Histoire Romaine, edición bilingüe (latín - francés) a cargo de Maurice Rat, Libro 1, XIII, Libraire Garnier Frères, Paris 1934, 17. La referencia al emperador Valente se explicará por sí misma más adelante.

 

[28] Tito Livio: Storia . . . L. II n. 54, Op. cit., 241.

 

[29] Maquiavelo: Discursos . . . Libros I, II y IV cit., 60/1/3/4/5.

 

[30] Juan de Mariana: Del rey y de la institución real, en Obras del padre Juan de Mariana - Biblioteca de autores españoles (volumen 31) I, VIII, Sucesores de Hernando, Madrid 1909, T. I, 485.

 

[31] Ibidem 487.

 

[32] Pierangelo Catalano: Tribunato e Resistenza, Paravia, Torino 1971, 53.

 

[33] Quentin Skinner: Los fundamentos del pensamiento político moderno (La Reforma), traducción por Juan José Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México 1993, T. II, 238.

 

[34] Ulrico Zuinglio: El pastor, en Una antología, traducción por Daniel Berros, La Aurora, Buenos Aires 2006, 140.

 

[35] Juan Calvino: Institución de la Religión Cristiana, traducción por Cipriano de Valera, (1597) IV, xx, 31, Fundación Editorial de Literatura Reformada, Rijswijk, Países Bajos, 1967, T. II, 1193.

 

[36] Sobre este aspecto ver Primitivo Mariño Gómez: Estudio preliminar en Altusio: La política: metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos sagrados y profanos, traducción por Primitivo Mariño Gómez, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1990, XVII.

 

[37] Juan Altusio: La Política: metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos sagrados y profanos, cit., 229/30.

 

[38] Ibidem IX, 4, 116.

 

[39] Ibidem XVIII, 3, 193.

 

[40] Ibidem XVIII, 47, 204.

 

[41] Ibidem XVIII, 48, 204.

 

[42] Ibidem XVIII, 62, 207.

 

[43] Ibidem XXXVIII, 76, 595.

 

[44] Ibidem loc. cit.

 

[45] «Mariana plantó, Althusius regó y Robespierre segó el fruto» (John Neville Figgis: Political Thought from Gerson to Grotius: 1414-1625. Seven studies, Batoch Bokks, Kitchener, Ontario 1999, 28).

 

[46] Rodolphe Dareste: Essai sur François Hotman, Auguste Durand Libraire, Paris 1850, 22. Por no poder haber hallado textos directamente escritos por Hotman, acudimos a transcripciones consignadas por este autor.

 

[47] Ibidem 51 y sigs.

 

[48] La familia de Spinoza era oriunda de una localidad vecina a Burgos, Espinosa de los Monteros. Consecuencia de la expulsión de los judíos ordenada por los Reyes Católicos, la familia emigró a Portugal primero y a Holanda después. Baruch, Benito, Bento o Benedicto (como quiera que fue llamado en hebreo, castellano, portugués o latín) Spinoza fue un extraordinario filósofo de ideas muy libres, al punto que la comunidad hebrea de Amsterdam a la que él pertenecía lo expulsó de la Sinagoga, no sólo por su heterodoxia religiosa sino también por su amistad con grupos menonitas, colegiantes, etc. que estaban en conflicto con el gobierno calvinista de aquella ciudad, cuyas autoridades habían recibido con tolerante respeto a los hebreos ibéricos. Ver Salomón Suskovich: Spinoza, luz y sombras, Congreso Judío Latinoamericano, Buenos Aires 1983, 14.

 

[49] Baruch Spinoza: Tratado Político, traducción por Alfonso di Severino, Quadrata, Buenos Aires 2004.

 

[50] De dos versos sobre Spinoza en un soneto de Borges (Jorge Luis Borges: Nueva antología personal, Emecé, Buenos Aires 1968, 37).

 

[51] También formula esa tesis: Ernesto Funes: Tratado Político de Baruch Spinoza: Potencia y pasión de multitudes absolutas, introducción a Spinoza: Tratado . . . cit., 19.

 

[52] Lo cita dos veces en términos que riden homenaje a la inteligencia del sabio florentino. «Agudísimo Maquiavelo» (V, 6) y «perspicaz florentino» (X, 1). Spinoza: Tratado . . . cit., 63 y 119.

 

[53] Maquiavelo: Discursos . . . Libro I, XVI cit., 190.

 

[54] Spinoza: Tratado . . . V, 2 cit., 62.

 

[55] Maquivelo: Discursos . . . Libro I, IV cit., 64.

 

[56] Spinoza: Tratado . . . VI, 2 cit., 65.

 

[57] Ibidem II, 15 cit., 44/5.

 

[58] Ibidem VII, 30 cit., 89.

 

[59] Ibidem loc. cit.

 

[60] Ibidem X, 3, 121.

 

[61] Ibidem X, 4, 121.

 

[62] Ibidem VIII, 20, 99.

 

[63] Ibidem VIII, 32, 105.

 

[64] Ibidem VIII, 41, 109.

 

[65] Pierangelo Catalano: Diritti di libertà e potere negativo, en Archivio Giuridico, volumen CLXXXII, Fascículo I, Mucchi, Modena 1972, 383.

 

[66] Jean-Jacques Rousseau: Du contrat social, ou principes du Droit Publique, I edición, Marc Michel Rey, Amsterdam 1762, Libro IV, Capítulo V, 278.

 

[67] Ibidem 279.

 

[68] Catalano: Diritti . . . cit., 389/90.

 

[69] La larga trascripción de este precepto, de redacción casi coloquial, es en homenaje a aquél primer intento de establecer la figura de un Defensor del Pueblo en la República Argentina y en todo nuestro continente. El texto está tomado de Arturo Enrique Sampay: Las constituciones de la Argentina (1810-1972), EUDEBA, Buenos Aires 1975, 101, 103/4. El original de este documento se halla en el Archivo General de la Nación, División Nacional, Sección Gobierno. Catamarca, 1812-1818, Sala X, A. 5, 2 - 2.

 

[70] Ibidem 100, comentario a pié de página.

 

[71] Edmundo M. Narancio: Un proyecto de “Constitución provisoria” para las Provincias del Río de la Plata, en Boletín del Instituto de Historia Argentina “Dr. Emilio Ravignani”, Buenos Aires 1961, n. 10, 58 y sigs., sobre la base de algunas inteligentes conjeturas supone que su autor material fue el diputado Felipe Santiago Cardoso, aunque no aporta – en nuestra opinión – pruebas concluyentes. Tampoco al respecto nada dice un enjundioso biógrafo del prócer rioplatense: Flavio A. García: El ciudadano Felipe Cardoso, Dirección General de Extensión Universitaria, Universidad de la República, Montevideo 1980.

 

[72] Esta influencia roussoniana en Bolívar se debió a su mentor y maestro Simón Rodríguez, estudioso sistemático y riguroso de todo el pensamiento político y pedagógico del ginebrino: J.A. Cova: Don Simón Rodríguez, Editorial Venezuela, Buenos Aires 1947, 17. Sobre este tema ver también Rufino Blanco Fombona: El pensamiento vivo de Bolívar, 2a edición, Losada, Buenos Aires 1944, 9 y sigs.

 

[73] Simón Bolívar: Discurso pronunciado por el General Bolívar al Congreso general de Venezuela en el acto de su Institución, Correo del Orinoco, Angostura, 20 de febrero de 1819.

 

[74] Sobre estas cuestiones ver Pierangelo Catalano: Derecho Público Romano y principios constitucionales bolivarianos, en Constitución y Constitucionalismo hoy, Cincuentenario del Derecho Constitucional Comparado, Fundación Manuel García Pelayo, Caracas 2000, 700-709.

 

[75] Se ha querido ver en estas constituciones bolivarianas una reproducción de la Constitución francesa del año VIII (1799) redactada por Sièyes, que también seguía una vía diferente a la del modelo anglo - norteamericano en cuanto a la formación del poder legislativo (entre otras diferencias). Pero en lo que nos interesa, la Cámaras de los Tribunos de esta constitución, no tenían iniciativa legislativa como en las de Bolivia y Perú; se limitaban a discutir los proyectos que enviaban los cónsules a través del Consejo de Estado, proyectos que luego eran enviados a la Asamblea que se limitaba a aprobarlos o a desecharlos (Ver Claude Joseph Drioux: Historia Contemporánea (desde 1789 a 1830), s/r a la traducción, Librería de la viuda de Ch. Bouret, Paris 1925, T. I, 182.

 

[76] Hans-Christian Lucas: Introducción a Johann Gottlieb Fichte: Discursos a la Nación alemana, traducción por Luis A. Acosta y María Jesús Varela, Hyspamérica, Buenos Aires 1984, 12.

 

[77] Trascripción por Lucas: Introducción, cit., 25.

 

[78] Johann Gottlieb Fichte: Fundamento del Derecho Natural según los principios de la doctrina de la ciencia, 3a parte, Capitulo II, 16, IX traducción por José L. Villacañas Berlanga, Manuel Ramos Varela y Faustino Oncina Coves, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1994, 239.

 

[79] Ibidem 238.

 

[80] Ibidem 241.

 

[81] Ibidem loc. cit.

 

[82] Ibidem loc. cit.

 

[83] Ibidem loc. cit. nota 19.

 

[84] Catalano: Diritti . . . cit., 406 y sigs.

 

[85] Ibidem 409.

 

[86] Bernardino Barbadoro: Ventisette secoli di Storia italiana, Asociación Dante Alighieri, Buenos Aires 1986, 233 y sigs.

 

[87] Nació y murió en París; sobrino de Napoléon I, vivió en Estados Unidos e Italia y fue un convencido y ardiente republicano. Destacado naturalista, como tal es conocido antes que como militante político.

 

[88] Ver Catalano: Diritti . . . cit., 411.

 

[89] Miguel Moya: Conflicto entre los poderes del Estado, en Revista Europea, Madrid 27 de abril de 1879, n. 270. 540.

 

[90] Giovanni Lobrano: Dal Tribuno della Plebe al Difensore del popolo, en Pierangelo Catalano - Giovanni Lobrano - Sandro Schipani: “Da Roma a Roma” dallo Jus Gentium al Tribunale Penale Internazionale, Instituto Italo-Latinoamericano, Roma 2002. Tomado de la versión castellana de Judith Nuñez Merchán al ser presentado como ponencia en el Seminario Internacional de Derechos Humanos “Rómulo Gallegos” organizado por el Defensor del Pueblo de la República Bolivariana de Venezuela, Caracas 2002, 19.

 

[91] Ibidem 20.

 

[92] Arturo Carlo Jemolo: Sulla proposta di istituzione del Commissario parlamentare in Italia, en Montecitorio, Rivista di Studi Parlamentari, Roma 1965, n. 16, 90/1. Hay muchas otras referencias al tema. Por su singularidad señalamos la siguiente observación alusiva a la creación de Consejos Populares en la Constitucion cubana de 1982, cuya misión es la de control y fiscalización de la autoridad estatal. Dice un profesor de la Univesidad de La Habana: «Para mi está cada vez más claro que son una suerte de poder negativo en los que se conjugan a nivel de localidad las fuerzas de la sociedad civil con los representantes populares del estado . . . De cualquier forma esta versión del poder negativo, que evoca en alguna medida al poder tribunicio romano, deviene o debe consolidarse como una manera sui generis de democracia participativa» (Julio Fernández Bulté: Reflexiones sobre la modernización del Estado en América Latina, en Democrazia e riforma dello stato in America Latina (varios autores) Associazione di studi sociali latino-americani, Sassari 2000, 121).

 

[93] Eduardo Couture: Los mandamientos del abogado, 6a edición, Desalma, Buenos Aires 1976, 35.

 

[94] Benjamin Constant: De la liberté des anciens comparée à celle des modernes, en Collection complète des ouvrages, volumen IV, Béchet Libraire, Paris 1920, 252/3.